Era sábado en la noche. Un grupo de amigos nos pusimos de acuerdo para ir a cenar. Pedimos dos pizzas al centro. Hasta ahí, todo normal. En eso, miré a la mesa de junto y vi a un comensal muy interesante. Rápidamente me di cuenta que se trataba de un “french poodle”. Su dueña lo acomodó en una de las sillas y, de vez en cuando, dejaba de platicar con sus acompañantes para decirle alguna que otra cosa al “perrito”; sobre todo, si ladraba o empezaba a ponerse nervioso con tanta gente. Mientras comía, se me quedaba viendo y todos hacíamos bromas. Vale la pena aclarar, que siento un gran aprecio por las personas que trabajan por mejorar el cuidado de las mascotas, pues son seres vivos y merecen respeto; sin embargo, esto no tiene nada que ver con el hecho de personificarlas, al grado de sentarlas en la mesa como si fueran personas. De entrada, se les hace daño, pues sus nervios terminan alterados. En segundo lugar, no sabemos cómo van a reaccionar. 

 Actualmente, crece el número de espacios que se declaran “pet friendly”; es decir, amigables con las mascotas, al punto que las dejan ir y venir sin ninguna restricción. En el fondo, se trata de un problema antropológico. Que les permitan viajar en avión cubriendo ciertos requisitos de seguridad es algo bueno, necesario para ciertos tipos de traslados o mudanzas, pero ¿llevarlas a cenar? Por dos horas que se queden en casa, seguro que no les pasa nada. Se trata de saber vivir de tal forma que no caigamos en exageraciones. Cuidar a las mascotas es un deber, pero sin idolatrarlas.