Ya estamos en Pascua y tras la resurrección, no está de más plantearnos nuestro lugar en el mundo y cómo vivir la nueva vida que Cristo no ha dado a partir del bautismo. El Bautismo simboliza el nacimiento del hombre nuevo, que siempre procede del Agua Viva y del Espíritu de Dios, tal como indicó claramente Cristo a la Samaritana y a Nicodemo. A la Samaritana, interesada por el culto a Dios, le indica que el lugar deja de ser lo más importante, ya que debemos adorar a Dios en Espíritu y Verdad. San Pablo localiza en nuestro ser, nuestro corazón, el templo donde el Espíritu Santo debe habitar. 


Si seguimos las palabras de Cristo que aparecen el evangelio de San Juan, nos damos cuenta que contrapone claramente todo lo antes dicho, con el mundo. El mundo siempre ignora a Cristo y al ignorar su resurrección, sigue matando a la Verdad encarnada: 

En esto verdaderamente consiste el querer matar a Cristo; en pretender borrar el recuerdo de su resurrección a fin de presentar como mentiroso al Evangelio. (San Agustín. Comentario al Salmo 58, 1, 3). 

La Semana Santa ha llenado de muchas personas las calles. Los desfiles procesionales han mostrado que la religiosidad popular sigue viva, aunque algunos nos preguntemos si esta religiosidad es siempre coherente con el  mensaje evangélico. Los ateos de Madrid (España) se quejan porque en Semana Santa se ven por las calles espectáculos medievales, donde acampa la ignorancia. Un avispado entrevistador (en este video) pone de manifiesto que las apariencias engañan y que nuestra religión y fe, son cada vez más superficiales e inconsistentes. Tras la semana Santa, la religiosidad se vuelve a guardar en el bolsillo hasta que llegue el momento de volver a vivirla en la calle. 

¿Hasta qué punto vivimos ignorando el bautismo, la resurrección y la misma fe que Cristo nos legó? ¿Dejamos que las apariencias del mundo se adueñen de la religión y que esto convierta el “Agua Viva” en agua de botellín de feria? 

Por tanto, para los cristianos, el abandono del mundo se convierte en una consecuencia necesaria del amor de Dios. Teofanes, el Recluso, afirma que la nostalgia de la vida espiritual se manifiesta en un «descontento general respecto a toda criatura», mientras que la primera tentación es la de someterse al poder «embriagador» de este mundo, insensibilizándose así al espíritu de Cristo. 

Sin embargo, aunque la huida del mundo en sentido cristiano presupone una condición moral marcada por el pecado, no puede implicar en absoluto una visión dualista del mundo en si mismo. Entonces, los autores intentan precisar concretamente en que consiste este «mundo del que escapar», a diferencia del mundo «amado por Dios». Intentan distinguir el mundo presente del mundo futuro, el mundo visible del invisible, el ruido de la vida pública de la gozosa soledad, etc. Pero todas estas distinciones tienen un valor muy relativo. La mejor definición del «mundo a evitar» es la propuesta por el Abad Isaías: «el mundo del que debemos huir es el que hace que olvidemos a Dios, por tanto, el que arrastra el alma al pecado» (Card. Tomás Spidlik. Teología de la Evangelización desde la Belleza. II, 2, 9). 

La indicación del Abad Isaías es muy certera. ¿Hasta qué punto las costumbres socio-culturales de tipo religioso nos hacen olvidarnos de Dios? Ojo, el problema no son las costumbres, sino cómo las utilizamos nosotros para nuestra conveniencia. El olvido de Dios conlleva la acción de guardar la religiosidad en el bolsillo hasta la próxima ocasión festiva. El olvido de Dios conlleva quedarnos en las emociones y estéticas que se viven, pero que no nos transforman. 

Huir del mundo es dejar que las apariencias sean consecuencias finales de nuestra conversión y no al revés. Empezar por las apariencias, olvidando la necesidad de nacer del Agua y del Espíritu, es hipocresía. Hipocresía, aunque la tolerancia ignorante se disfrace de misericordia. 

Con todo esto podemos reflexionar sobre nuestro lugar en un mundo lleno de apariencias y simulacros, sutilmente diseñado para esconder la hipocresía que hay dentro de cada uno de nosotros. ¿Cómo vivir como renacidos en la Verdad, cuando todo lo que nos rodea se difumina cuando intentamos tocarlo? Lo sencillo es someternos al poder «embriagador» de este mundo, insensibilizándonos así al espíritu de Cristo. Dejarnos arrastrar por las apariencias y los lugares comunes, para recibir los aplausos del mundo. 

Señalar con el dedo la herida del pecado está cada vez peor visto. Mejor ocultar la herida con tolerancia e ignorancia. Si nos taparnos los ojos para no juzgar, no tendremos que ver en nosotros el mismo pecado que observamos en nuestro hermano.