Y Jesús, levantando su mirada amorosa hacia el Padre, dice:

Primera Palabra: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mt. 27,46; Mc. 15,34)

Son palabras del Salmo 22. Y encierran un profundo misterio. Parece que Cristo se queja al Padre por haberlo dejado solo. Le ha retirado el consuelo cuando más lo necesita. ¿Por qué el Padre permite este desamparo? Esta escena y esta expresión nos invitan a pensar que Cristo está pagando por los pecados de la humanidad. Y uno de los graves pecados de los hombres es la soledad y abandono que viven muchos hermanos  nuestros, a consecuencia del egoísmo y desinterés de los demás. El dolor más fuerte que podemos padecer no es el físico, aunque sea tremendo. El dolor más agudo es la soledad, el verte desamparado, menospreciado, marginado, abandonado, ignorado…           Muchos están solos porque damos un rodeo para evitarnos incomodidades. Tenemos muchas cosas que hacer. No es bueno que el hombre esté solo (Génesis)… Hay del solo… Cristo en este momento está redimiendo el pecado que origina la soledad, y nos invita a mirar al otro como lo que es: imagen y semejanza de Dios. ¡Mírame que, soy un hombre!

 

 

Segunda Palabra: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. (Lc. 23,34)

 

Gran amor el de Cristo. Lo han machacado con saña y odio. Está colgado en la Cruz, y derramando a chorros su sangre. Es todo un dolor. Y su palabra no es de queja contra nadie, sino de perdón para todos. Esa es la caridad cristiana: Amaos unos a otros como yo os he amado…No saben lo que hacen. Es posible que sea verdad. Los hombres de aquel tiempo no sabían que estaban dando muerte al hombre Dios. Los hombres de nuestra época también son ignorantes. No es posible que crean en Dios y blasfemen contra El. No se entiende que muchos cristianos hagamos sufrir a Dios cada vez que le negamos, le abandonamos, le cerramos la puerta de nuestro corazón... A la hora de juzgar a los otros Cristo nos dice: El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Todos tienen derecho al perdón. Y tú tienes que pedir perdón. Hay que ser humildes, y rogar al Padre que nos perdone.

 

Tercera Palabra: Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc. 23,43)

 

Junto a Cristo habían crucificado a otros dos que eran malhechores.  Tradicionalmente se les llama el bueno y el mal ladrón. Uno de ellos empieza a increparlo, y a blasfemar. Suele ocurrir cuando no sabemos sufrir con paciencia, y le echamos la culpa de todo a Dios. El señor había dicho: Bienaventurados los sufridos porque ellos heredarán la tierra. Pero nos duele mucho el sufrimiento, sobre todo por lo que tiene de humillación. El dolor nos vence con facilidad, por eso le tenemos tanto miedo. Y cuando perdemos la esperanza la pagamos con Dios, y con los demás. San Josemaría Escrivá le decía a una enferma incurable que sufría mucho: “Repite conmigo: santificado sea el dolor, alabado sea el dolor que me pone cerca de la Cruz de Cristo”. Para el llamado mal ladrón el dolor le sirvió de desesperación y condena. Para el llamado buen ladrón el arrepentimiento y  la cruz le sirvió para ganar el cielo.

 

 

 

Cuarta Palabra: Padre, en tus manos pongo mi espíritu (Lc. 23,46)

 

Hay que bautizar de nuevo la muerte. Todos tenemos que morir, pero no de cualquier manera. Los animales mueren y ya está, no tienen alma que salvar. Pero los hombres estamos destinados a la eternidad, y esta meta hay que conquistarla. El dolor es un medio, pero este no vale nada sin la gracia. Bienaventurados los limpios de corazón, por que ellos verán a Dios. Nos debe preocupar siempre la limpieza del alma, pero muy especialmente en el momento de entregarla a Dios.

Cuando llega la enfermedad, propia o ajena, ponemos todos los medios para dominarla. Médicos, hospitales, medicinas, etc. Que no le falte de nada al enfermo…Pero suele haber un fallo, un descuido…Avisamos a quien haga falta menos al sacerdote. Parece que Dios no tiene nada que hacer, o pretendemos que haga lo que queremos sin poner los medios que el nos ha dejado.

Debemos poner siempre nuestro espíritu, y el de los demás, en las manos del Padre Dios. Es donde mejor está. Sentiremos una profunda paz.

 

Quinta Palabra: Mujer ahí tienes a tu hijo…Hijo, ahí tienes a tu Madre (Jn. 19, 26-27)

            Jesucristo está repartiendo lo mejor que tiene. Unas horas antes, en el cenáculo nos dio su cuerpo y su sangre. En esos momentos de la despedida nos dejó el mandamiento del amor, y un ejemplo de humildad lavando los pies de los Apóstoles. Ahora, minutos antes de espirar, nos deja a su Madre.

            Estaba ella al pié de la Cruz junto a San Juan, el discípulo amado. Mirando a ambos con ternura dice: Mujer, ahí tienes a tu hijo, ahí tienes quien te cuide, quien te ame con ternura en la tierra, como yo te he amado. Y maría abraza a Juan, y tal vez lo besa con amor de madre. Ella es nombrada desde la cruz como nuestra protectora. En esos momentos Jesús le encarga la custodia de todos nosotros. Y María desempeñaría bien su oficio maternal acogiendo en sus brazos a los hombres de todos los siglos. En todos los lugares, y en Alquerías  de un modo especial, María, la Virgen del Olivo, está pendiente de sus hijos todos los días del año. Sabéis muy bien vosotros lo que os quiere la Virgen. ¿Lo notáis?

Sexta Palabra: Tengo sed  (Jn. 19,28)

            La pasión sufrida  hasta el momento había sido muy dura. El cuerpo de Cristo había perdido mucha sangre. Sus carnes estaban rotas. La fiebre debía ser alta, y el cansancio enorme. Los que hemos subido la calle de la amargura en Jerusalén, comprobamos lo empinada que es la cuesta. Y en aquellos tiempos polvorienta y abrupta, y con un peso considerable sobre los hombros.

Jesucristo tenía sed de verdad, enorme sed. Sus labios estaban agrietados y su lengua seca. Todo el cuerpo se estremece ante la falta de agua. Y lo dice claramente, como lo dirían seguramente los otros ajusticiados. Como lo dicen millones de personas en el mundo que tienen posibilidad de llevarse un baso de agua limpia a los labios. Es un sufrimiento añadido al desprecio, a los insultos, al odio, al ensañamiento por hacer el bien.

            Y junto a esa sed física se une la sed moral. El sufrimiento espiritual que produce la carencia de afectos, de comprensión, de apoyo humano. El mundo desprecia la salvación. No quiere acoger la luz que se le ofrece. Han preferido las tinieblas. No sufren la evidencia de la verdad. Incluso los suyos lo han dejado solo. Al pie de la Cruz le acompañan muy pocas personas: María y otras mujeres, y Juan, el discípulo amado. A Jesucristo se le reseca el alma ante tal desamor y olvido. Y hoy nos sigue diciendo a nosotros: Tengo sed de amigos, de correspondencia a la gracia, de fidelidad, de compañía... Muchas horas pasa Cristo solo en los sagrarios del mundo. Son una mayoría los católicos que no acepta la invitación de asistir a Misa cada domingo. Bastantes desprecian su perdón, no acudiendo al sacramento de la Penitencia. Numerosos los que le dejan con la Palabra en la boca cuando nos habla. Escasos los que hacen oración. ¿No habéis podido velar conmigo una hora?

. Cuando gritamos tantas veces AGUA PARA TODOS, ¿Nos acordamos de que Cristo también padece sed hoy?

 

 

Séptima Palabra: Todo está cumplido (Jn. 19,30)

 

            Llegamos al final de dolorosa Pasión. El señor ya no tiene más que decir. Todo estaba anunciado, y todo estaba cumplido. Dijo que daría su vida por nosotros y la dio hasta la última gota de sangre, que saldría de su corazón abierto. Todo está hecho. Lección impresionante de cumplimiento del deber. Esta es la fidelidad divina a las promesas que hace a los hombres. Y así debe ser nuestra vida cristiana.

            Estamos aquí porque un día fuimos acogidos por el Señor, y gracias a El hemos mantenido la amistad que nos brindó. El secreto de la eficacia de nuestras obras es la constancia, el cumplimiento del deber. Tenemos que ser siempre hombres y mujeres de palabra, del últimas piedras, de personalidad madura... En nuestros compromisos humanos y cristianos hay que llegar hasta el final. No dejes nada sin hacer hasta que puedas decir TODO ESTA CUMPLIDO.

            Al llegar al final de esta meditación de la muerte de Cristo en la Cruz, debemos darle al señor las gracias por todo lo que hizo y sigue haciendo por nosotros. Lo felicitamos por su entrega sin condiciones. Y le pedimos que los cristianos de esta nuestra presente etapa histórica, sepamos abrazarnos a la cruz del nuestro deber, y no parar hasta llegar a la cima de nuestra entrega. Hoy nos necesita Cristo. Hoy la Iglesia cuenta seriamente con nosotros. ¿Para qué? Para defender la dignidad del ser humano, la vida desde sus inicios hasta el final natural, la familia, la libertad de espíritu, la educación de los niños y jóvenes, la paz entre todos.  No defraudes nunca al que lo dio todo por ti.

 

 Juan García Inza