Escucho en el programa de televisión de "La 2"  “Ultimas preguntas” (minuto 23 del video), patrocinado por la Iglesia, una entrevista sobre la convivencia de las religiones y el diálogo interreligioso en la que, deslizada entre muchas otras ideas llenas de buena fe y hasta aprovechables algunas de ellas –quien la expresaba había perdido las dos manos en un atentado terrorista, lo cual le otorga indudablemente una especial legitimidad para expresar su opinión- el sacerdote anglicano, Michael Lapsley, autor del libro “Reconciliarse con el pasado”, realiza la siguiente declaración de principios:
 
            “Todos los niños del mundo deberían aprender los valores y las enseñanzas fundamentales de las distintas religiones que hay en el mundo”
 
            Más allá del voluntarismo e ingenuidad que la citada idea contiene –si queremos ser justos con todas las religiones del mundo estamos hablando de cientos de ellas- la afirmación me dejó algo más que perplejo. Me habría dejado así con que hubiera sido expresada por cualquier cristiano, pero a decir verdad, me dejó aún más en boca de un miembro del clero, por muy anglicano que fuera.
 
            La primera reacción que el argumento me suscita está relacionada con la confusión que tales declaraciones revelan entre lo que es el necesario, absolutamente imprescindible e irrenunciable respeto a todas las religiones que se debe trasmitir desde todas ellas, y particularmente desde el cristianismo por formar parte de la esencia misma de su mensaje, y el deber, o cuanto menos vocación, de difusión y evangelización que es connatural también a la religión cristiana. Yo no niego, desde luego, a nadie, el derecho de informarse sobre religiones que no son la propia, -uno mismo es un estudioso de las religiones particularmente interesado-, y hasta de convertirse a una religión diferente a la que se recibe por nacimiento, pero de ahí a imponer a la Iglesia (y también a la Mezquita o la Sinagoga) la obligación o el deber de explicar, enseñar y divulgar religiones que no son la propia media un camino largo, escarpado, tenebroso y acechado de más peligros de los que quepa esperar a priori.
 
            En segundo lugar, explicar, enseñar o difundir desde los centros de formación cristiana los principios y valores que componen el cuerpo doctrinal de religiones diferentes, como para que los receptores de la información puedan optar, revela una desconfianza en los valores propios que invalida per se para la difusión de esos valores.
 
            El hecho de que nadie esté obligado a combatir con las armas a quien no observa lo que uno tiene por principios innegociables, es más, el deber que a todos nos compete de esforzarnos en convivir y entender al que no piensa igual que nosotros también en materia de religión o de moral, derivado no ya de los principios de la democracia sino de la mera convivencia en paz entre los siete mil millones de seres humanos que poblamos el planeta, no puede conllevar en modo alguno la obligación de difundir aquellos principios en los que uno no cree, es más, que uno cree errados… no digamos cuando, más allá de errados son, además, abiertamente inmorales y contrarios a la ley natural de la que parte el pensamiento cristiano (¿o es que vamos a tener que entrar a considerar en las escuelas cristianas el posible derecho a abladir niñas o a lapidar adúlteras que podrían derivar de determinados preceptos religiosos o por lo menos de las interpretaciones, equivocadas o no, que de ellos se hacen?)
 
            En tercer lugar, nadie debe dudar ni un momento –y no se lo digo a Vds. por apasionamiento o “de oídas”, sino después de haber leído muy atentamente los libros fundacionales de varias religiones- que la idea de la paz, del perdón y de la tolerancia presente en los textos cristianos no se encuentra (ni parecido) en los de ninguna otra religión, por lo que el análisis que propone el reverendo Lapsley a lo mejor le deparaba alguna que otra sorpresa no precisamente favorable a sus tesis.
 
            Finalmente y para concluir, pongamos los pies en la tierra, señores: tal conducta puede que sea implementada en algunas parroquias o escuelas de inspiración cristiana, probablemente en aquéllas en las que el sacerdote en cuestión u otros parecidos tengan alguna influencia, pero despídase Vd. de encontrar algo similar en ninguna mezquita islámica, sinagoga judía o mandir hinduísta de ningún lugar del mundo.
 
            Deambular por los caminos del irenismo impostadamente ingenuo es peligroso, y les aseguro a Vds. que no conduce a buen puerto. Diálogo interreligioso, sí, ya lo creo que sí. Intento de conocer a los que profesan una religión distinta del cristianismo, también. Esfuerzo para hallar puntos de encuentro, ¿por qué no hasta donde sea posible? Obligación del mundo cristiano de predicar entre los niños cristianos los valores del islam o del judaísmo, no, rotundamente no. Además, los cristianos, particularmente los cristianos, no tenemos nada que ganar: ¡los nuestros son mejores, se lo aseguro!
 
            Hoy, queridos amigos, no quiero despedirme sin informarles de la nueva representación que con el grupo ecos que dirige Almudena Albuerne haremos del “Auto Sacramental del siglo 21” del que soy autor, esta vez en el Centro Cultural Buenavista, de Madrid, sito en la avenida de los Toreros, 5, el próximo jueves 26 a las 19:00 hs. Por ahí les veo. Y sin más y como siempre, me despido de vds. emplazándoles una vez más en la columna y no sin desearles que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.

 
            ©L.A.
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