Génesis 22,1-2. 9-13.15-18; Romanos 8, 31b-34; Marcos 9, 2-10

«Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías»

«El amor purifica. Los vínculos dan serenidad y hondura. No hay una vida sana donde no hay amor. El amor hace fecunda y fuerte nuestra vida. No podemos dar hogar si antes no estamos anclados»

Siempre me alegra ver a personas que tienen el alma grande e inmensa. Casi se desborda y les sale por los ojos. Para ellas nunca es bastante. Quieren amar sin medida. Siempre pueden dar más, no conocen sus límites. Cuando aman se entregan, sin cálculos, sin pretensiones, sin medir. Cuando sirven no esperan que les agradezcan o que les sirvan de la misma manera. No llevan cuentas del bien que hacen, ni del mal que reciben. Tienen el alma grande, honda, llena. Eso me conmueve. Tal vez porque la tentación habitual suele ser el egoísmo. El egoísmo que comienza en el yo, en ese pequeño ser que vive en mi interior y determina todo lo que hago. Ese ego que cuestiona mis pasos y no quiere vivir sin recibir nada. Observa la realidad desde su perspectiva. Decide lo que hace de acuerdo a su conveniencia. Su mirada determina cómo es la realidad. Acoge y rechaza. Acepta y renuncia. Sufre y se alegra. Decía el Dr. Mario Alonso Puig: «Según cómo nos hablamos a nosotros mismos moldeamos nuestras emociones, que cambian nuestras percepciones. La transformación del observador (nosotros) altera el proceso observado. No vemos el mundo que es, vemos el mundo que somos». El mundo lo miramos bajo el tamiz de nuestros pensamientos. Y esos pensamientos, a veces deformados, producen hondos sentimientos que nos hieren, entristecen, desestabilizan. Juzgamos la realidad bajo el color del cristal por el que miramos. Un dicho español lo refleja: «Piensa el ladrón que todos son de su condición». Vemos la realidad como la pensamos en nuestro interior. Y creemos que todos ven lo mismo, de la misma forma. Por eso nos cuesta pensar que alguien pueda tener intenciones puras cuando nosotros no las tenemos. En la serie de Isabel la católica, en uno de los capítulos, el cardenal Mendoza le dice al confesor de la reina fray Hernando de Talavera: «No me fío de vos. Sois tan virtuoso. Aún no sé qué ambicionáis, pero lo averiguaré». Y él le contesta: «No todos los siervos del Señor estamos hechos de la misma madera». Nuestra forma de mirar está basada en el concepto que tenemos sobre la vida, sobre nosotros mismos, sobre los demás. Proyectamos hacia fuera el concepto sobre la realidad que tenemos grabado en nuestro interior. Nuestros deseos y ambiciones. ¡Cuánto nos cuesta cambiar la forma de mirar y de juzgar! ¡Cuánto nos cuesta cambiar los pensamientos que determinan nuestras emociones! Antes de saber qué está pasando a nuestro alrededor, ya tenemos un juicio formado. Nos cuesta entender que los demás no vean la realidad como nosotros la vemos. Siempre pienso, cuando hablo o escribo, que el que me escucha o lee lo hace desde sus categorías. Sé que muchas veces no leen lo que escribo y no escuchan lo que digo. Leen y escuchan las mismas palabras. Pero entienden de acuerdo a lo que han vivido en su corazón previamente. No pueden desprenderse del concepto grabado en su alma. Yo tampoco puedo. Yo también lo hago. Pienso por eso que muchos, cuando veían a Jesús caminar por las calles, cuando oían sus parábolas y discursos, cuando miraban sus gestos y las personas con las que estaba, pensarían que Jesús tramaba algo, ambicionaba algo, querría poder y puestos importantes. No verían intenciones totalmente puras en sus gestos de amor. Pensarían: « ¿Qué ambiciona este hombre?». Aplicarían a su forma de amar su propia mirada, tal vez deformada. Jesús no podía amar, pensarían ellos, sin esperar nada. ¡Cuánto nos cuesta pensar bien de los demás, de los virtuosos, de los honestos! Aplicamos nuestros conceptos y deseamos encontrar segundas intenciones. Construimos sobre el molde, más o menos rígido, que hemos ido cimentando en el alma. Salirnos de él parece muy difícil. Pero no es imposible. Desmontar pensamientos enfermizos y construir pensamientos positivos para la vida, está en nuestras manos.

¡Cuánto bien nos hace estar con personas que tienen un alma pura y grande! Nos ayuda a cambiar nuestros pensamientos tantas veces egoístas y mezquinos. Nos ayuda a ensanchar nuestra vida y estar atentos a las necesidades de los hombres. Nos ayuda a descentrarnos y dejar a un lado nuestro ego enfermizo y egoísta. Llegar a tener un alma generosa y grande debería ser la meta principal en nuestra vida. Decía el P. Kentenich: «Siempre debe resonar en el alma esta expresión: - No confundir nunca la generosidad con la obligación. En nuestro diccionario debería existir muy raramente el tú tienes que y en vez de él debería estar el tú puedes. Donde termina la obligación es donde empieza la generosidad. Verdadera educación a la libertad exige siempre generosidad hasta el extremo. Yo ato mi libertad libremente a los más leves deseos de Dios»[1]. Un alma grande y generosa que nunca dice es bastante. Que sabe que puede dar siempre más. Que se ata a los más leves deseos de Dios. ¡Cuánta belleza en una vida consagrada al amor! ¡Cuánto dolor en esas vidas que se buscan egoístamente y siembran cizaña y división, odio y violencia! Es verdad que el corazón tiende a encerrarse en su egoísmo. Pero no está todo perdido. Podemos cambiar la dinámica egoísta. Es posible. Hoy nos preguntamos: ¿Qué buscamos cuando nos damos? La tentación al ver a alguien generoso y magnánimo es pensar que ambiciona algo. Pensamos mal. Pensamos que ambiciona el amor de otros, o el reconocimiento. Pensamos que no lo hace todo simplemente por amor, sino por interés propio. O lo hace porque quiere recibir lo mismo a cambio. ¿Qué ambiciono yo cuando soy generoso, cuando me doy, cuando amo con todas mis fuerzas? Tal vez no existan intenciones totalmente puras. Es verdad. Muchas veces se mezclan intenciones. Queremos amar con toda el alma. Y deseamos que nos amen sin medida. Queremos ayudar al necesitado y así nos sentimos tranquilos con nosotros mismos. Damos nuestro tiempo y nos enorgullecemos por ser tan generosos. Deseamos sentir como sentía Jesús, vivir como vivía Él. Sin esperar nada a cambio. Es nuestra meta. Es un milagro. Para eso se nos regala este tiempo de Cuaresma. Le pedimos que nuestro corazón se asemeje al suyo. No por hacer muchas cosas somos más generosos. Las apariencias pueden engañarnos. Decía el P. Kentenich: «El alma parlotea un poco diciendo que todo se hace para Dios, todo lo hace para su honra y glorificación. ¿Quién está entonces entre los verdaderos conversos? Yo no sé. Y ni siquiera los hay allí donde se realizan muchos ejercicios ascéticos exteriores. De suyo, esto no significa nada. Puede haber allí tanto deseo de fama como cuando se estudia, habla, predica o se realiza toda clase de actividades apostólicas»[2]. Un corazón verdaderamente converso es lo que queremos. Un corazón entregado, generoso, que no pone límites. Un corazón que no se busca a sí mismo cuando se da.

La generosidad de Abrahán me conmueve. Dios le pide a su hijo: «Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio, en uno de los montes que Yo te indicaré». Y él está dispuesto a entregarle a Dios lo que más quería. Acepta la posibilidad de cerrar la puerta de la esperanza. Sin ese hijo no hay promesa. No hay felicidad. Sin ese hijo no hay camino: «Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el altar y apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña. Entonces Abrahán tomó el cuchillo para degollar a su hijo; pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: - ¡Abrahán! Abrahán! Él contestó: - Aquí me tienes. El ángel le ordenó: - No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu único hijo». Pensaba en el significado de este momento. El amor de Abrahán es puesto a prueba. Es un amor fiel. Un amor que confía en el Dios de las promesas. A veces en la vida se nos tuerce el camino recto por el que Dios nos llevaba. Creíamos que la vida iba a ser siempre de una determinada manera y todo, súbitamente, cambia. La promesa tenía un camino de realización. Cuando todo se tuerce, muchas veces, dejamos de confiar. El único camino para hacer realidad la promesa de Dios sobre nuestra vida parece imposible y nosotros desconfiamos. Pero Dios nos invita a esperar contra toda esperanza. El acto de Moria es un acto de luz, de vida. El hijo entregado. El camino cerrado para siempre. Isaac va a morir. Es la entrega más grande. La entrega del hijo. Me gusta el monte Moria. Subir allí a entregar la vida. Es el valor del sacrificio aparentemente sin sentido. Del sacrificio más grande. Es la renuncia más bella. Entregar aquello mismo que le da sentido a nuestra vida. Aquello que amamos con toda el alma. ¡Cuánto nos cuesta renunciar! ¡Cuánto nos cuesta confiar cuando se cierran los caminos! Es creer más allá de toda esperanza. Cuando todos los caminos parecen cerrarse sólo nos queda seguir caminando. Cuando todas las puertas se bloquean, se abrirá una ventana que nos dé luz. Cuando parece que no hay salida, allí surge Dios, en el último momento, para salvarnos. Pero creer hasta ese momento no es tan sencillo. El espíritu de Moria nos lleva a estar dispuestos a sacrificarlo todo por amor a Dios. Decía el P. Kentenich: «Pase lo que pase, Dios puede tomar de mí incluso lo que me es muy querido, aunque mi felicidad sea destruida. El hijo que tiene tal seguridad en la vida, ¡está totalmente acogido! Así, también nosotros debemos poseer esta seguridad divina. Y tal debe ser también nuestro afecto fundamental: - Padre, ¡cómo me amas! Nos puede causar sufrimiento, nosotros lo sabemos. De lo contrario, yo no sería humano. Pero el tono dominante debe ser: - ¡Todo eso es expresión del amor divino! Y eso da seguridad en la vida, en las necesidades y preocupaciones económicas»[3]. El amor de Dios viene a sacarnos de la desesperanza. Es el amor que detiene nuestra mano como detuvo la de Abrahán, en el último momento. Es la confianza hasta el final. Nos da miedo que las cosas no salgan como nosotros queremos. Pensamos: «Y si la cruz nos toca. Y si perdemos a un ser querido. Y si la enfermedad nos hiere». Miramos a Dios. En Él confiamos. Aunque sus caminos no sean nuestros caminos. A nosotros sólo nos queda caminar y esperar. ¿Qué estamos dispuestos a entregarle a Dios? Muchas veces pienso que muy pocas cosas. Nos da miedo perder lo que soñamos. Nos asusta el fracaso y la pérdida. Jesús entregó todo aquella noche en Getsemaní. Nos pide que le entreguemos todo a Dios. Nuestra vida está en sus manos. Confiamos en que Él sabrá el mejor camino para que mi vida sea plena. Muchas veces nos hacemos dueños de nuestra vida. Nos creemos con derecho a todo. Tenemos ya una línea recta trazada y no queremos interrupciones, ni bloqueos. ¿Qué hijo es el que no quiero entregarle a Dios? La santidad pasa por entregarle todo lo que soy y lo que tengo. Por atarme al Dios de las obras y no a las obras de Dios. Por renunciar a mi yo que se apega tan fácilmente a los bienes. En esta Cuaresma queremos entregarle simbólicamente a Dios lo que más nos ata, lo que no queremos perder. ¿Qué es? Subimos a Moria. Nos arrodillamos allí ante el altar. Le entregamos nuestro sueño. El camino de nuestra felicidad. Es el acto más sublime. El más libre. Todo por amor. La renuncia es fecunda. El abandono da vida.

Justo esta semana ha muerto un seminarista con veintitrés años en Barcelona. Su tío sacerdote decía en la homilía: « ¿Cómo me voy a enfadar yo con el que me ha regalado a Marcos a cambio de nada? ¡Porque nos lo ha regalado a cambio de nada! ¿Alguien ha pagado un precio por poder ser amigo de Marcos? ¡Si es gratis! Nos lo han regalado gratis. Y no nos lo han arrebatado. Nos lo han regalado gratis, y nos lo siguen regalando gratis. Siempre digo: - Dios no da para luego quitar. Dios da para dar. Y a Marcos nos lo ha dado. Y nos lo ha dado para siempre. Ahora ciertamente de una manera distinta, pero para siempre. Agradezco infinitamente a nuestro Señor que me mostrase de una manera que yo pudiera entender esta frase: - La vida no es un quehacer, la vida es un afecto. Y el afecto, en Marcos, se cumple. Marcos quería al Señor. Marcos quiere al Señor». Me gustaba esta reflexión. Es cierto que el afecto a Jesús marca nuestra vida. O la marca Él o son otros afectos los que la marcan. En momentos de dolor, como la pérdida de un ser querido, miramos al que amamos. Como Abrahán, como todos los que han querido a este chico de veintitrés años. Dios nos da a las personas para siempre. Aunque nos duela, y con razón, que nos quiten lo que queremos. Duele ofrecer un hijo a Dios, o cualquier cosa a la que nuestro afecto esté apegado. Siempre esperamos una voz de lo alto que nos libere. O un carnero enredado en los arbustos que abra un camino a la esperanza: «Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en sacrificio en lugar de su hijo». Soñamos muchas veces con esa voz que nos libre del dolor en el último momento. Como en esas películas con final feliz en las que el protagonista nunca muere. Y donde el sufrimiento padecido merece la pena. Porque no es para siempre. Pensar en perderlo todo para siempre nos asusta. Pero nos hace más libres también. Libres con esa santa indiferencia de los santos. Te lo entrego todo. Renuncio a todo. No tengo derecho a nada. Tengo que vivir con el corazón apegado a Dios. Porque Él siempre permanece. Como rezaba una persona: «Callo esperando respuestas caídas de lo alto. Me arrodillo, el tiempo pasa suavemente, sin hacer ruido. Cae la arena entre mis dedos. ¿Cuánta arena me queda en el alma? Quiero que Dios moldee la arcilla de mi alma. A veces la veo muy dura, quebradiza y no me da tanto miedo que se quiebre, como que Dios no pueda hacer su obra de arte conmigo. Me arrodillo. El tiempo se desliza en mi alma. Como al agua al caer por la piedra. Tal vez así, el agua en su caída logre suavizar la piedra del alma. Sí, todo es posible. El silencio amansa a las fieras. Al menos a la fiera que tengo dentro y se rebela, porque quiere mandar y tener el domino. ¿Cómo me mira Dios? Quiero estar despierto, atento, mirando. Quiero que me mire. Como a su hijo más amado». Así, dejar que Dios me mire como a su hijo predilecto. Someterme a su amor que me seduce. ¡Qué fácil olvidar el amor de Dios en mi vida cuando otros amores seducen! Cuando toca lo que amo y caigo herido. Cuando me quiere arrebatar lo que me ha dado. Dios da, y para siempre. Aunque nos guste el aquí de esta tierra. El aquí hecho de barro y tiempo, de días y abrazos. Levanto la mano ofreciendo y esperando, al mismo tiempo. Es posible que surja una voz que me libere de mi ofrenda. Que acepte con agrado mi sí bien dispuesto, mi generosidad magnánima, mi intención segura de estar dispuesto a dar la vida. No quiero callarme. Vuelvo a entregar a mi hijo, mi tesoro, la piedra escondida en mi alma, esa bola de oro que me pesa en lo más hondo. La entrego inscribiendo mi corazón en el de Cristo. Debe ser el único modo de caminar en Cuaresma. Caminar de su mano. Anclado en su alma herida. Sí, ahí, en su hendidura. En la grieta de su corazón que tanto ama. Quiero tener la generosidad escrita para siempre en mi corazón. Que puedan decir de mí que no me guardaba nada. No es tan sencillo. Nos da miedo perder lo que hemos recibido. Nos apegamos con tanta fuerza. Es tan grande el afecto. El corazón se rebela contra su suerte. Quiero darlo todo y, a la vez, me lo guardo torpemente. ¿Qué ambiciono? A lo mejor más cosas de las que pienso. Quiero aprender a ser como Jesús. Tan generoso. Tan libre. Tan atado a ese amor que nunca pasa.

Los discípulos más cercanos suben hoy con Jesús a la cima del monte Tabor. Me gusta mucho esa escena en que Jesús se va con los suyos a orar. Se retira al monte. Y allí sucede algo que tardarán mucho en comprender. Algo que nunca olvidarán. Se les abre una ventana al cielo. Una montaña después del desierto. La subida es pesada pero merece la pena la vista. Se abre el paisaje. Y se ve a lo lejos. La vida se hace pequeña desde arriba. Lo que vivieron allí Juan, Pedro, Santiago y Jesús, lo guardaron en el corazón como un momento de intimidad única. ¿Cuál fue mi último momento Tabor? ¿Cuál ha sido el momento Tabor más importante de mi vida? Ese momento, o ese lugar, o esa persona, ante la que quiero quedarme, echar raíces, hacer mi tienda. Los hombres somos así, no queremos que pase ese tiempo, queremos retener los momentos de paz, de belleza. Siempre queremos que el amor sea eterno. Porque, aunque nosotros somos limitados, en realidad, soñamos con «para siempres», y deseamos que lo verdadero no pase nunca, se quede, se guarde dentro. Esa es nuestra grandeza, aunque también nos hace tener una sed infinita. En el cielo será así, podremos poner la tienda para siempre. Ahora nos toca bajar del monte, pero nadie nos quita el tesoro de lo vivido. Y bajamos con Jesús. Él no nos deja nunca. Me sorprende este pasaje en medio del camino de Jesús. Es un descanso. Algo que, parece ser, no se vuelve a repetir en el Evangelio de esa forma tan profunda. Muchas veces Jesús habla con su Padre, en la montaña, en el desierto, pero es algo entre ellos que no nos cuentan. Hoy sí. Es un día donde la vida de Jesús se condensa, y también la de los suyos. Jesús, camina como nosotros con la incertidumbre, con la confianza de que el Padre siempre estará a su lado pero sin saber más que lo que Él le va mostrando. Vive lo mismo que yo, el siguiente paso que doy es el que cuenta. El hoy. Pero en el monte Tabor, el Padre muestra quién es Jesús, y algo de lo que sucederá. Los tres apóstoles acaban de escuchar que Jesús va a morir. Hoy ven la luz de Dios cuando ellos vivían en tinieblas. Sufren por Jesús y ven en ese monte una puerta abierta a la esperanza. No pueden desconfiar después de haber tocado el cielo. Creo que la Cuaresma es una ida al desierto, o al monte, para que Dios seduzca de nuevo nuestro corazón. Es una vuelta a la intimidad con Él para revivir nuestro primer amor. Para que abra en nuestro corazón una ventana al cielo. ¿No es cierto que el amor primero, si no se cuida, se enfría y muere? Estos cuarenta días son una oportunidad para amar más, para decirle a Dios cuánto le queremos. Para escuchar en nuestro corazón su voz que nos busca y necesita: «Este es mi Hijo amado». Es bonito subir al monte del Tabor, con Jesús, para escuchar la voz de Dios en el alma. Como el otro día leía, Jesús anuncia a los suyos una razón para la esperanza: «Dios ya está aquí buscando una vida más dichosa para todos. Hemos de cambiar nuestra mirada y nuestro corazón»[4]. Jesús viene a mostrar una nueva forma de vivir. Les hace ver en el monte para qué han sido creados. Dios quiere que aprendan a dar la vida por amor: «Quiere ayudarles a intuir cómo es y cómo actúa Dios, y cómo va a ser el mundo y la vida si todos actúan como Él»[5]. Volver al primer amor es fundamental para cambiar, para entregar la vida sin miedo.

¿Qué viven los discípulos en esa montaña desde donde Galilea se ve más pequeña y el lago está lejos? Viven que Jesús los quiere de forma especial. Jesús comparte con ellos algo muy suyo. Quién es y el misterio de su vida. Ese día, Jesús los llama para subir con ellos al monte. Van juntos. No les espera arriba, sube y baja con ellos. Lo viven juntos. Lo que nos salva en el camino es sentirnos amados y escogidos. Esa certeza de que no soy un número, de que Jesús me necesita para compartir su vida, es el agua que calma mi sed del desierto. El Tabor no es una experiencia de Jesús con su Padre a solas. Es algo que viven los cuatro. Jesús, además, les pide que lo guarden como secreto. Eso les une. Hay cosas que hemos vivido con alguien que nos atan a esa persona de forma especial. Nos hace cómplices. Todos necesitamos en un momento sentir esa llamada personal de Jesús a estar con Él, a mostrarnos quién es. Necesitamos que nos diga que quiere compartir su vida y su corazón con nosotros. Su amor sana mis heridas y consuela mi sed de amor. Hoy Jesús se muestra cómo es ante ellos. Es el Hijo amado del Padre. Ellos, quizás no entienden tanto, la luz les desconcierta y seguramente les extraña ver a su maestro tan distinto. Pero saben que quieren estar con Él. Y saben que Jesús también quiere estar con ellos. Han tocado algo de Jesús, algo de su intimidad, de lo más hondo, algo que hace que quieran quedarse allí para siempre. Echar raíces. Pedro es el apasionado y torpe, el que no guarda su miedo, ni esconde su alegría. Y pide lo imposible, quedarse siempre en el Tabor. Esa fue la experiencia fundamental que vivieron en la montaña. De intimidad, de amor, de cercanía al misterio de Jesús. Querían quedarse para siempre. Dios les muestra quién es Él. Quién es ese con el que viven, Aquel al que aman y por el que lo han dejado todo. Jesús se muestra con la luz de la resurrección. El camino a Jerusalén, el camino de su vida en la tierra, no acaba con la cruz, sino con la resurrección. Les muestra primero el amor y la vida, para que les sostenga en la soledad y en la muerte. Estamos hechos para la vida en plenitud. Hoy se levanta el velo del misterio, y Dios les muestra la luz, no la muerte. Les muestra la vida, la alegría, el reposo, no el dolor y la oscuridad por la que iban a pasar. ¡Qué delicado es Jesús y cuánto quiere a los suyos! Sabe que son débiles, que temen perderle, que vacilan ante el dolor, ante el fracaso, que no soportan el miedo a morir. Sabe de sus miedos, sabe que lo necesitan. Él también los necesita a ellos y quiere compartir su vida, su camino, su destino. Han vivido la luz, y esa esperanza la llevarán grabada dentro. Han vivido un momento de complicidad y de intimidad que les ata por dentro para siempre. Luego entenderían con la resurrección o con Pentecostés. Y se acordarían de ese monte de Galilea.

En este segundo domingo de Cuaresma se nos invita a ser hijos. A sentirnos como hijos en las manos de Dios. Confiados: «Maestro, ¡qué bien se está aquí!». Hijos confiados y alegres. Como esos niños que saben que toda su vida está en las manos de Dios. Hacemos nuestras las palabras del P. Kentenich: « ¿Por qué Dios, si le pedimos con espíritu filial corresponder a sus mociones íntimas y librarnos con su gracia cada vez más de todas las malas inclinaciones y del propio egoísmo; por qué, digo, no va a regalarnos siquiera ese feliz estado en el cuál, sintiendo la cercanía de Dios, sin pronunciar muchas palabras, nos detendremos dichosos y endiosados en esta sola expresión: ¡Abbá!, ¡Padre querido!?»[6]. Un espíritu de hijos generoso y entregado. Un espíritu que nos lleva a exclamar que estamos bien y felices donde estamos. ¿Nos sentimos hijos de Dios en lo más hondo del alma? ¿He exclamado en algún lugar o alguna vez que estoy tan bien allí que no quiero dejar ese lugar? ¿Dónde descanso y me siento en casa? Los discípulos se sentían felices en aquel monte. Allí, en esta atmósfera de paraíso, no querían volver a su vida cotidiana. ¿Cuándo hemos tenido esta misma experiencia? No podemos volver al primer amor a Dios en nuestra vida si nunca hemos estado enamorados de Él. Necesitamos lugares y personas que nos hablen del cielo. Necesitamos miradas como la de Marcos, ese seminarista fallecido: «En el mirar a Marcos, ¡los ojos se te iban al cielo!». Miradas que nos lleven a lo más alto. Que nos hablen de una esperanza que no es caduca, no pasa, sino que permanece para siempre. Queremos abrazos eternos, que no cesen nunca. Y amores que duren toda una vida eterna. Necesitamos echar raíces en hogares donde poder ser libremente como somos. Necesitamos decir muchas veces: « ¡Qué bien estamos aquí!». Hacemos memoria. Recordamos esos lugares en los que el corazón se sintió encajado, querido, abrazado. Miramos nuestra vida y, con cuentagotas, dejamos caer la vida llena de luz ya vivida. Queremos volver al monte. No importa si Moria o Tabor. Queremos volver a los recuerdos atados con pasión en el alma. ¡Qué importante es recordar el amor de Dios en el alma, el amor de Dios en personas, el amor de Dios en lugares y sueños! Ese amor de Dios que llena el pozo de mi corazón para que pueda dar vida. Necesitamos un padre en quien descansar. Necesitamos volver a confiar y no perder nunca la esperanza. Nos recuerda san Pablo lo esencial: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?». Dios está conmigo cada día, todos los días. Abrazo la esperanza en ese Jesús que camina a mi lado. ¿Cómo voy a dudar? La Cuaresma me invita a subir el monte. A tomar altura. Subir siempre exige esfuerzo. Pero luego, en lo alto, el corazón se ensancha, se hace grande. La mirada se amplía, dejo de mirar el suelo, o los agobios del momento. Dejo de pensar sólo en mí mismo. En mi corazón mezquino y pequeño. Dejo de desconfiar de la vida y de los hombres. Deja de importarme lo que los demás ambicionan. Miro con pureza, como decía la Madre Teresa de Calcuta: «Un alma sincera consigo misma nunca se rebajará a la crítica. La crítica es el cáncer del corazón». Y sólo critica el que no se siente en casa, el que no tiene raíces ni hogar, el que no se sabe amado. Una persona me comentaba: «La cena mereció la pena. No se criticó a nadie». No necesita criticar, ni hablar mal de nadie, el que tiene paz, el corazón anclado, tranquilo. ¿En mi mesa familiar se critica o nos sentimos siempre en casa? No necesita criticar el que puede decir cada día: « ¡Qué bien estamos aquí!». En esta vida, en esta tierra, con estas personas, con esta misión. Quisiéramos tener ese corazón de niño. Un corazón confiado y alegre, abierto y seguro. Ese corazón al que nadie aún le ha fallado. O si lo ha hecho, ya lo ha olvidado, o no lo ha visto, o no le importa.

Queremos aprender a descansar en Dios. Allí deberían estar siempre nuestras raíces. Decía el P. Kentenich: « ¿Dónde está mi hogar? Me gustaría tener una vigorosa y alegre conciencia de hogar, un ardiente deseo, un deseo profundo de volver al Padre. Nuestra alma no está tranquila hasta que no se sienta en casa. Somos ciudadanos del cielo y no de la tierra. ¡Nuestra vida está en el cielo! Mientras más pueda sentirme en casa, tanto mejor estaré preparado para ofrecer un hogar a otras personas. Y el hombre de hoy que no tiene un hogar, que no tiene raíces, necesita personas que puedan proporcionarle un hogar. Yo me siento bien junto a una persona que percibo que está unida a Dios. Mientras más sienta a Dios como mi hogar, tanto mejor puedo ofrecer un hogar para otras personas: para personas desarraigadas, para todas las personas sobre las que tengo alguna responsabilidad»[7]. Cuando vivimos anclados en el cielo nos es más fácil ser hogar para otros. Hay muchas personas sin hogar que necesitan encontrar un Tabor en sus vidas. Hacen falta personas que sean hogar, casa, un trozo de paraíso en el que recuperar fuerzas. Comenta el Papa Francisco: «Una de las enfermedades que veo más extendidas es la soledad, propia de quien no tiene lazo alguno. El hombre corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado, de modo que, cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de los enfermos, los enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer. Preocuparse de la fragilidad, de la fragilidad de los pueblos y de las personas». De eso se trata. Queremos que muchos puedan encontrar en nosotros su Tabor. En su vulnerabilidad encontrar un seguro. Pienso en esos apóstoles en aquel monte. Se sentían débiles, solos, perdidos. Por un breve espacio de tiempo encuentran algo de luz. Es su experiencia de cielo. En nuestra vida muchos podrán descansar si nos dejamos habitar por Dios y por los hombres. Somos peregrinos en esta tierra. Somos constructores de casas. Estamos de paso y echamos raíces al mismo tiempo. Hacemos planes, soñamos, trabajamos mucho, con esfuerzo, planificamos y deseamos. Construimos hogares. Trazamos caminos. Somos peregrinos. Somos hombres vinculados. Decía el P. Kentenich: « ¿Qué significa esa conciencia de peregrino? Ella no permite que seamos esclavos de las cosas del mundo, nos da fuerzas para sumergirnos en lo divino, en la patria original, en Dios»[8]. Esa conciencia nos permite soñar con las alturas. Con una vida mejor. Con un amor más grande.

Me gusta la imagen del peregrino. Sabe dónde está su meta definitiva. Sueña con llegar pero ama la tierra que pisa. Hace de esta tierra su hogar no permanente. Porque sabe que el cielo es su hogar definitivo. Pero no deja por ello de echar raíces. De involucrarse con las personas. De cuidar a los débiles. De abrir sus entrañas de misericordia para que muchos puedan sentirse acogidos. De amar sin temer el vínculo. Hoy hay tantas personas que temen el compromiso permanente. Buscan amores que no comprometan la vida para siempre. Viven sin atarse, sin echar raíces. Hay mucho miedo a perder la libertad. Con ello logramos que cada vez más muchas personas vivan desvinculadas, sin raíces, sin hogar. Nos puede pasar a todos. ¿Dónde tengo puestas mis raíces? ¿En qué vínculos humanos descanso y recupero las fuerzas? Soñamos con llegar a ser hombres vinculados, arraigados en lo más divino y en lo más humano. El vínculo es lo que sana el corazón. Decía Candela Duato: «Vivimos en un momento en el que el amor se considera algo para débiles. Desde el comienzo mismo de una relación, nos da miedo demostrarle a la otra persona cuánto nos importa. Nos han enseñado a esconder todo sentimiento, porque tenemos un miedo enorme a la vulnerabilidad». Nos da miedo mostrarnos necesitados y dependientes. Queremos ser libres y autónomos, fuertes. Nos enorgullece no necesitar a nadie en esta vida. Muchas personas entienden el compromiso como una atadura que esclaviza y limita su libertad. Sin vínculos no es posible hacer hogar. Sin vínculos estables y sólidos la vida nos hace errantes, pero no peregrinos. Y el hombre errante es el que no ama, el que no necesita, el que no se da. Porque todo amor ata, vincula y une. El amor crea lazos humanos que nos llevan hasta Dios. Necesitamos amar y ser amados, aunque nos cueste tanto reconocerlo. Es la necesidad más verdadera del corazón. No es señal de vulnerabilidad, al contrario, es señal de sanidad. Tenemos un alma sana cuando no nos cuesta amar y decirlo. Necesitar y hacérselo ver a la persona a la que amamos, es el camino para tener una vida sana y feliz. El amor nos purifica, no nos debilita. Al contrario, nos hace más fuertes, más capaces de darlo todo, más seguros por los caminos. Los vínculos nos dan serenidad y hondura. No hay una vida sana donde no hay amor. El amor purifica la tierra del corazón. La hace fecunda y fuerte. Ensancha el corazón y lo capacita para amar más, a más personas. Cuanto menos amamos, menos capaces somos de amar. No podemos dar hogar a nadie si antes nosotros no estamos anclados en ninguna tierra. ¿Cómo es la profundidad de nuestros vínculos? ¿Nos da miedo atarnos de verdad? A veces tememos crear expectativas que no podamos cumplir. Nos asusta que puedan exigirnos más de lo que estamos dispuestos a dar. Nos da miedo no ser fieles a nuestros compromisos. El gran desafío de nuestra vida pasa por el amor, por la entrega, por la generosidad. A la hora de la verdad nos medirán por nuestros actos de amor. Por nuestro amor que es capaz de darlo todo sin esperar reconocimiento en la entrega. Importan menos nuestras faltas que nuestras omisiones en el amor. Importa más esa incapacidad para dar la vida, para renunciar por amor a otro. La mayoría de nuestras faltas vienen por omisión. Dejamos de cuidar, de amar, de escuchar, de hablar. Dejamos de regar el amor que Dios pone en nuestras manos.



[1] J. Kentenich, Pedagogía de la libertad

[2] J. Kentenich, Terciado 1952

[3] J. Kentenich, Vivir con alegría

[4] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[6] J. Kentenich, Hacia la cima

[7] J. Kentenich, Vivir con alegría

[8] J. Kentenich, Vivir con alegría