Para poder aprovechar el tiempo litúrgico de la Cuaresma, que hace referencia a los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto, hay que aplicar el trinomio “oración-ayuno-limosna”. Pues bien, siendo muy sinceros con nosotros mismos, hemos de reconocer que últimamente hay varios pretextos, algunos incluso muy bien elaborados, para saltarse el ayuno. Por ejemplo, “es una práctica que ya cayó en desuso”, “en mi parroquia dicen que no es obligatorio”, “depende de la intención”, “yo ayuno de malas palabras”, etcétera. Es verdad que de nada sirve ayunar si vamos a estar criticando o excluyendo a los demás; sin embargo, la idea no es portarnos bien para poder saltarnos el precepto, sino ayunar tanto de malas acciones como de comida, pues una cosa no quita la otra. Salvo algún problema de salud, todos los católicos mayores de edad y hasta los 59 años, tienen la obligación (cf. Cánon 1252) de observar el ayuno prescrito cuando corresponda. Por ejemplo, el Miércoles de Ceniza o el Viernes Santo. Nadie -salvo el papa- puede cambiar esta regla, que más que una norma, es un ejercicio espiritual de dominio propio y, por lo tanto, lejos de hacer daño, ayuda a madurar en la fe.

  Privarnos de algo que no es indispensable, nos ayuda a fortalecer nuestra voluntad en medio de las tentaciones, porque nunca hay que olvidar y/o pasar por alto, que la fe exige momentos de lucha, de perseverancia. Si no nos entrenamos adecuadamente, difícilmente podremos identificarnos con Jesús. Obviamente, si se trata de una persona con problemas de salud, en vez de ayunar, tiene que cuidarse, atenderse, porque el cuerpo es templo del Espíritu Santo y no hay que hacer cosas imprudentes, desproporcionadas, pero cuando se está en condiciones de abstenerse de lo accesorio, es bueno hacerlo periódicamente para dominarnos a nosotros mismos y, desde esa libertad, aplicar e interiorizar los aprendizajes.

  A veces, queremos buscar a un Cristo desconectado de la cruz; sin embargo, como todos sabemos, la espiritualidad carmelita, expuesta detalladamente por San Juan de la Cruz, nos deja claro que la fe y el crucificado son una realidad compartida. Repetimos, no se trata de excederse, cayendo en actitudes doloristas, sino de saber controlarnos. El sacrificio evita que los gustos se vuelvan necesidades y de eso se trata. No es que el placer sea algo malo. Simple y sencillamente, hay que aprender a disfrutar lo sano de la vida en su justa medida y mantener una actitud sobria para evitar volvernos esclavos de nosotros mismos. Por lo tanto, si nuestra salud lo permite, hagamos del ayuno una experiencia de encuentro con Dios y de fortaleza ante la adversidad. Digamos ¡no! A los pretextos.