Años más tarde un jesuita subrayaba, cómo el H. Alonso era un sacerdote sin órdenes. A estose podía añadir otros mucho datos, no obstanteestos sirvan como reflejo de lo que el bueno deAntonio llevaba muy dentro.

Su carácter perfeccionista, su escrupuloso sentido del trabajo, del orden, de la estética, le ayudaba a servir a las gentes que trataba con fina educación y siempre con la sonrisa en los labios. Duro y austero como buen hijo de Barbadillo, mezclaba con fina sensatez sus años de dura juventud en el pueblo y la realización personal que encontró en la Compañía de Jesús, donde pudo vivir lo que más le entusiasmaba: Jesús y su trabajocomo sacristán.

Sin duda ya desde el principio sus superiores vieron en el las grandes cualidades para el culto que poseía de tal forma que todo su trabajo como jesuita, estuvo centrado en ser sacristán en León, Gijón, Salamanca, donde pasó largos años desarrollando esa labor, salvo breves paréntesis. Él era feliz haciendo ese oficio, se sentía realizado y manifestaba a todos cuantos trataba esa exquisita entrega manifestada en sus oraciones, en ser siempre servicial, en la discreción, en el prudente trato, en la perfección tanto en el porte exterior, como en la delicada presentación y limpieza de todo los objetos que tuviera algo que ver con el culto. Esto se manifestaba en su vida diaria, siempre con la misma distribución, sin sobresaltos añadidos, era fácil saber dónde estaba incluso cuando salía por el campo a dar sus intocables paseos o cuando visitaba a su familia, siempre el mismo día de la semana y a las mismas horas. La puntualidad con que ejercía sus labores era llamativamente admirada. Puntual para rezar, para descansar, para dormir, para ver los periódicos, para las quietes que él nunca perdonaba...

Es imposible no recordar al H. Alonso paseando por el presbiterio rezando el oficio divino, con semblante serio, centrado en la lectura y sin que nada ni nadie pudiera distraerle de su sagrado oficio. Era un gozo ver cómo cantaba en las Eucaristías, cómo leía, cómo hacia las moniciones, cómo daba la comunión, todo con su alba impecable, limpia y planchada, como si se estrenara cada día.

Después de todo lo dicho y como un presagio del cielo, sufrió un ictus cerebral, mientras leía en el ambón de la iglesia en una misa de cuaresma. Desde entones el H. Antonio fue decayendo progresivamente. Sufrió ingresos hospitalarios, operaciones y decadencias que le hicieron pasar largos años en la enfermería, mermando en sus cualidades, hasta el punto que al final, sólo unas sonrisas forzadas o un gesto amable era lo que se percibía de él junto a unas palabras difíciles de interpretar, mientras iba y venía en su carrito por los pasillos de la Enfermería.

Así marchó a la casa del Padre Eterno, con la mirada fija en todo, tal y como transcurrieron sus últimos años, sin largas agonías, sin demasiado ruido. Terminaba de comulgar en la misa y sin duda,en el cielo preparó con esmero la liturgia junto a la Trinidad y los santos en la morada celestial conel mismo amor y esmero que lo hizo en todos sus años de jesuita.