Últimamente leo con cierta frecuencia a mucha gente, muchos de ellos que se definen como católicos, que con buena intención no paran de decirle a la Iglesia lo que tiene que hacer en casos de aborto, comunión de los divorciados vueltos a casar, homosexualidad, anticonceptivos y otros casos similares.

Según estos mismos, y aunque por supuesto no lo mencionen así, la Iglesia debería en algunos casos simplemente mirar hacia otro lado y en otros tener una manga tan ancha en la que todo quepa y valga todo.

Semejante barbaridad no pasaría de ser una opinión, tan respetable como otra aunque no fuese para nada compartida, si no fuera porque para ello utilizan en su argumento ni más ni menos que al propio Jesucristo: La Iglesia a fin de cuentas tiene que hacer lo mismo que Jesús (cosa cierta) que acogía a todos, perdonaba a todos, no condenaba a nadie, “le daba igual” lo que la gente hiciera, etc, etc. Y para ello además citan el pasaje de la mujer adúltera, a la que Jesús perdona frente a esas fuerzas legalistas, reaccionarias y ultraconservadoras que querrían apedrearla.

Vuelve a aparecer aquí la visión, aunque desde otro punto de mira, del Jesús blandengue y meloso que ya traté en la primera parte de este artículo añadiendo de forma sutil pero directa, otro componente mucho más peligroso y totalmente falso: el supuesto enfrentamiento entre la acción pastoral de los papas de la Iglesia. Mientras Francisco sería de la corriente del vale todo sus dos predecesores lo serían de la contraria.

Dejando este segundo aspecto a un lado (aunque no olvidado) me gustaría centrarme en este artículo en la primera de las premisas y analizar cuál era el comportamiento de Jesús y si efectivamente vuelve a parecerse a la imagen moñas que presuponen los que tal postura defienden.

Para empezar debemos dejar claro cuál es la intención de Jesús (Dios Hijo) y la de Dios Padre. Dios no envía a su hijo para juzgar al mundo, si no para que el mundo se salve por él (Jn 3,17). Es más, ciertamente ya estamos salvados por que Él ha pagado por todos nosotros al eterno Padre la deuda de Adán y derramando su sangre canceló la deuda del antiguo pecado (Del Pregón de la Noche de Pacua). Es decir, todos los castigos que mereceríamos todos los hombres de todos los tiempos por nuestros pecados Dios mismo los ha padecido en su carne mortal, tal es su amor hacia nosotros.

¿Significa por tanto que da igual lo que hagamos, que podemos pecar todas las veces que queramos, que no existe la condenación?. Evidentemente no, Dios no se desdice de su propia obra nunca y, puesto que nos creó libres, en nuestra libertad podemos aceptar el perdón y vivir consecuentemente cómo tal, o rechazarlo, romper el recibo que Jesucristo nos ha dado y, naturalmente, atenernos a las consecuencias.

¿Y qué pasará con la mayoría de los mortales que caminamos a trancas y barrancas, que damos una de cal y otra de arena, que ponemos una vela a Dios y otra al diablo?... Bueno, en ese caso todos esperamos en la misericordia de Dios pero ante la duda... ¡no seas imbécil! La eternidad es mucho tiempo para pasártela en el infierno... ¡no te la juegues!.

Pero volvamos a Jesucristo y analicemos pues lo que él dice y empecemos por el pasaje citado, el de la mujer adúltera. Los fariseos le presentan a la mujer con la única intención de desacreditarlo: si dice que no la apedreen ya pueden acusarlo de incumplir la Ley de Moisés. Si dice que lo hagan queda desacreditado como el portador de la misericordia del Padre. Por eso la respuesta es simplemente genial: si lo que dicen que buscan es que se cumpla la Ley de Moisés y esta lo principal que manda es no pecar, de acuerdo, el que no tenga pecado puede seguir cumpliendo con ella... y como nadie es inocente ante Dios (Salmo 129)...

Pero en nuestro caso lo importante es la conversación con la adúltera: “¿Nadie te ha condenado? Yo tampoco te condeno” (Jn 8, 10)... ¡Albricias!, dirían alguno, Jesús no condena al pecador, sigamos pecando pues... pero lo que sigue lo deja claro “Ve y en adelante no peques más” (Jn 8, 11).

Hagamos pues un poco de teología-ficción. Si después de que la mujer hubiese sido salvada por Jesús y haber escuchado su mandato volviese a las andadas y siguiese poniéndole los cuernos a su marido (o acostándose con hombres casados) podríamos pensar que o bien es tremendamente débil y ha vuelto a caer (por lo que necesitaría una y otra vez la misericordia de Dios) o que es un zorrón de mucho cuidado y lo que ha hecho es despreciar totalmente el perdón del Señor y la palabra que le ha dado, por lo que... pues eso, que Dios la pille confesada, como decimos en España.

¿Pero entonces qué dice Jesús?, ¿Nos salvamos, nos condenamos...?. Puesto que básicamente Jesús ha hecho dos cosas, una cargar con nuestros pecados en la cruz y otra dejarnos su Palabra para nuestra salvación, no será Él mismo como tal quien nos juzgue, sino cómo hayamos respondido cada uno de nosotros a su palabra: “Al que escucha mi palabra y no la cumple yo no lo juzgo; no he venido a juzgar, si no a salvar. La palabra es quien lo juzgará” (Jn 12, 47s).

Dos partes pues, primero dice Jesús que debemos acoger su palabra, debemos creer en ella: “Id por todo el mundo proclamando la Buena Noticia. Quien crea y se bautice se salvará; quien no crea se condenará” (Mc 16, 15s), “El que cree en Él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios” (Jn 3, 18).

La segunda, como dos caras de una misma y única moneda, ponerla en práctica: Os aseguro que quien cumpla mi palabra no sufrirá jamás la muerte”. (Jn 8, 51), porque “Quien escucha mis palabras y no las cumple es como quien construye una casa sobre arena. Crece el caudal y la casa se derrumba” (Lc 6, 49), “si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de Dios. Quien se humille como este niño, es el más grande” (Mt 18, 3s).

Y es mucho mayor el rigor que emplea precisamente con los fariseos y maestros de la ley, que se creen mejores que los demás cuando son tan pecadores como cualquier otro, a los que no duda en insultarlos con calificativos como hipócritas o raza de víboras. “¡Raza de víboras! ¿Cómo podréis decir palabras buenas si sois malos? De lo que llena el corazón habla la boca” (Mt 12, 34), “Letrados y fariseos hipócritas, colmad la medida de vuestros antepasados. Raza de víboras ¿Cómo evitaréis la condena al fuego?” (Mt 23, 30ss).

Por eso Jesucristo siempre hace una llamada a la conversión, al arrepentimiento, al cambio de vida, al “esfuerzo” por cumplir su palabra: “Tomad la puerta estrecha; pues es ancha la puerta y espacioso el camino de la perdición, y son muchos los que entran por ella”. (Mt 7, 13), “Si cumplís mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he cumplido los de mi Padre y permanezco en su amor.” (Jn 15, 10), “los que mató la torre de Siloé al derrumbarse no eran más culpables que el resto, pero si no os arrepentís acabaréis como ellos (Lc 13, 5).

Para ello debemos pues evitar toda ocasión de pecado, por mucho que nos atraiga o nos duela hacerlo, “mejor es que pierdas una sola parte del cuerpo y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno” (Mt 5,29,b), por que ciertamente existe la posibilidad de la condenación y Jesús nos advierte una y otra vez sobre ello, “Al fin del mundo los ángeles separarán a los malos de los buenos y los echarán al fuego con llanto y temblor. ¿Lo entendéis?” (Mt 13, 49ss); “el que injurie gravemente a su hermano se hará merecedor del fuego del infierno” (Mt 5,22b), “el árbol que no dé frutos buenos será cortado y echado al fuego.”. (Mt 7, 19).

Por lo tanto debemos ser muy cuidadosos cuando afirmamos cosas sobre Jesucristo o sobre lo que debería hacer la Iglesia: ¿misericordia con el pecador? Siempre, ¿justificar el pecado? Nunca. ¿perdonar al pecador? Siempre que se arrepienta, ¿decirle que puede seguir viviendo en pecado? Jamás, ¿amar al pecador? Siempre, ¿dejar de condenar el pecado? Nunca...

Que a fin de cuentas el Señor nos llama a vivir en la felicidad, no en la desgracia, a disfrutar de su amor, no a vivir en nuestro egoísmo, a pasar la eternidad con Él en el cielo, no a condenarnos al infierno... no seamos necios.