A esta esbelta iglesia de la Merced, de Jaén, llegaron los hijos del Inmaculado Corazón de María, los claretianos,
en el año 1885.
 
Fueron llamados por el obispo de la época para impartir misiones populares, atender el culto del templo, dedicado especialmente a la imagen de Jesús de los Descalzos, que entonces allí residía y de alli procesionaba en la noche del Jueves al Viernes Santos.

Los padres claretianos dejaron una honda huella espiritual y pastoral en la ciudad y la provincia. Propagaron la Adoración Nocturna, la dirección espiritual y el espíritu misionero allá donde los llamaban.

Durante el verano de 1936, varios religiosos, miembros de la comunidad, derramaron su sangre ante las balas de los asaltantes del convento de la Merced.

Tras la contienda, uno de los padres claritianos más conocidos, sobre todo por la chiquillería de Jaén, era el padre Guinda, un perfecto confesor de niños, lo digo por experiencia propia. Todos los acólitos que estabamos en la parroquia acudíamos a confesar con él.

Influyó mucho en mi vocación sacerdotal. Era un hombre afable, sencillo y con ese don de conectar con los niños, de modo singular en el sagrado sacramento de la Penitencia.

Ingresé en el Seminario. La distancia me separó del padre Guinda. Cuando me enteré de su muerte he rezado y lo hago a diario por el eterno descanso de su alma, alma de un hombre de Dios con los pies en la tierra.
 
Algo muy dificil de encontrar hoy en la vida religiosa, sobre todo cuando este 2 de febrero hemos celebrado la jornada de la vida consagrada y se ha abierto el año de la vida consagrada.

Descanse en paz el padre Guinda.

Tomás de la Torre Lendínez