Las fauces del infierno se abrieron, y una inmensa bocanada de humo se alzó desde lo más hondo del averno, nublando poco a poco el cielo y la tierra y anegándolos de una insoportable oscuridad que fue apagando toda luz, la del sol, la luna y las estrellas.

Pero lo peor de aquella oscuridad no era que ennegrecía el mundo, sino que cegaba también los corazones y las mentes de los hombres. Olvidaron la luz, y retorcieron sus pensamientos, lo cual les llevó al borde de una locura tan libremente asumida que parecía cordura.

Solo unos pocos no dieron cabida a la tiniebla en sus corazones, y sufrían, sufrían mucho porque recordaban la luz, la conservaban en sus corazones, pero todos sus intentos por traer su memoria a los hombres cegados era inútil. Éstos se endurecían contra ellos y se burlaban.

La locura de la muerte anegó los rincones más recónditos de los corazones de los hombres, que, más víctimas que culpables, tornaron la vida en muerte y la muerte en vida. Los hijos de la luz lloraban y se lamentaban al ver la densidad de las tinieblas que cubrían en mundo.

Pero una pálida Estrella brilló un día, antes del amanecer. Su luz, plateada como la luna, descendió suavemente sobre el mundo oscurecido, y los hijos de la luz, sorprendidos, acudieron a su encuentro. Las tinieblas cedían ante Ella mientras se acercaba a la tierra.

 

 

Era la Dama de la Luz. Bella, pálida como una mañana de invierno, serena y brillante como la plata pura. Sonrió a los hijos de la luz, y sus corazones de llenaron de una misteriosa paz. Por fin veían de nuevo un reflejo de la luz que anhelaban. Y su tristeza se hizo oración.

La Dama Blanca extendió sus manos y unos rayos de luz, tenues al principio, desafiaron a la oscuridad. Ésta titubeó un momento, pero poco a poco fue retrocediendo. Por densas que fueran sus tinieblas nada podían contra la luz que surgía de la Dama.

La luz de la Estrella Matutina fue creciendo en fulgor, y los corazones de los hijos de la luz se llenaron de fuerza y de alegría. La esperanza volvió a brillar en sus corazones. Sintieron reavivarse en ellos la luz y sintieron que debían seguir luciendo como cirios en la noche.

Las tinieblas retrocedían ante la luz de la Dama, cada vez más conscientes de que nada podían contra Ella. Algunos de los hombres cegados volvieron a ver la luz, y se acercaron a la Estrella para dejarse inundar de su claridad. Ella les sonreía.

Podían notar como la oscuridad abandonaba sus corazones, y, aunque seguían siendo pocos, los hijos de la luz eran cada vez más. La Dama sonrió con un esplendor fulgurante que bañó de plata todo en derredor, y solo dijo: "No temáis. Pronto amanecerá".