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Hace varios años tuvimos en mi departamento un estudiante eslovaco que había conseguido una beca de intercambio en España. El bueno de Eric, así se llamaba, estaba acabando ingeniería forestal. Entre otras cosas que sobresalían de su carácter, me llamó la atención su espíritu optimista, que le llevaba a aceptar con gran entusiasmo las limitaciones materiales del trabajo que estaba desempeñando: todo le parecía estupendo. No sé si era por optimismo vital o porque procedía de una tierra de menor abundancia, pero a todos nos sorprendía esa actitud porque resulta poco frecuente en nuestra sociedad. Nuestros estudiantes provienen de familias con rentas suficientes como para haber recibido numerosos caprichos a lo largo de su vida. Si se dispone de todo lo que se anhela cuando uno tiene cinco, ocho o catorce años, no es difícil comprender qué ocurrirá cuando cumplir esas expectativas deja de ser posible, cuando se tropieza uno con la cotidiana sensación de que nuestra vida tiene limitaciones materiales. Al contacto con personas de recursos muy modestos, que suplen con ingenio las carencias del entorno profesional donde se mueven, me viene a la cabeza el embotamiento espiritual e intelectual que supone tantas veces la abundancia de recursos, el afán por poseer objetos que acabamos desechando a las pocas semanas, después de habernos previamente autoconvencido de su carácter poco menos que imprescindible. Lo acabamos de ver en estos días donde las festividades navideñas se utilizan para el despilfarro, olvidando precisamente cuál es su origen: Jesús quiso nacer pobre, en una cueva de pastores, precisamente para mostrarnos que lo importante no es el entorno material en el que te muevas, sino el cariño de la gente que te acompaña.  La preocupación desmedida por tener, no solo supone un consumo supérfluo inversión, sino una sumisión a los medios publicitarios para que pasemos a considerar como imprescindible para nuestras vidas algo que nunca antes habíamos echado en falta.
No estoy diciendo que los bienes materiales sean en sí malos, que tener cosas deteriore necesariamente al ser humano y que el ideal de vida sea vivir en medio del desierto. A lo largo de la historia del cristianismo, ha habido hombres y mujeres que se han visto llamados a ese tipo de vida, ya sea en soledad o en comunidades monásticas. Quién sienta ese impulso interior a abandonarlo todo puede tener en esos ejemplos un buen modelo a imitar. Sin embargo, la mayor parte de los seres humanos no vivimos en un monasterio, sino que estamos inmersos en un mundo que requiere utilizar bienes materiales, para alimentarnos, para cobijarnos, para transportarnos o para educarnos. Lo importante es que ese uso no sea una finalidad en sí mismo, que no pongamos como objetivo la posesión, que usemos lo que necesitemos usar, evitando lo superfluo. Dice un amigo mío, con bastante sorna, que “el dinero no da la felicidad, sino que es la felicidad”. No lo dice muy en serio, pues él mismo lleva una vida bastante sobria. A poco que hayamos experimentado la decepción de conseguir algo muy anhelado, que poco después de tenerlo deja ya de interesarnos, podemos reflexionar sobre la diferencia entre tener cosas y ser feliz. Creo que tenemos que repetirnoslo a nosotros mismos más a menudo, cuando nos asedia el reclamo de tantos bienes que están a nuestra disposición, que podemos de hecho comprar, pero que a la larga seguramente nos hacen daño, porque nos hacen más comodones, más egoístas, más preocupados de cosas que, en realidad, no dan la alegría. No se trata sólo de que ese consumo influya indirectamente en que otros carezcan de bienes mucho más elementales, ni siquiera del impacto que un consumo desacerbado tiene sobre el equilibrio del planeta, con ser ambas razones de mucho peso, sino sobre todo de que esa posesión nos deteriora como personas, nos hace menos libres. Dejamos de tener cosas para que las cosas nos tengan a nosotros, al poner nuestro corazón, nuestros afanes, en tener más, en lugar de en ser más.