Una de las experiencias que más nos hace madurar en la fe, al punto de alcanzar mayor profundidad en la oración, es el silencio de Dios. ¿Por qué se queda callado cuando la situación se pone más difícil?, ¿no sería mejor que nos ayudara a sentirlo de manera clara, palpable, en vez de tantos acertijos que parecen un juego de adivinanzas? Pues bien, su criterio es simplemente distinto. Al vernos cansados o angustiados, prefiere quedarse callado para dejarnos hablar. Muchas veces, cuando alguien viene a contarnos algo, cometemos dos errores. Uno es ignorarlo y el otro llenarlo de posibles soluciones sin darle tiempo de terminar. Dios, por el contrario, sabe ponernos atención. Cuando se da cuenta que lo que necesitamos es desahogarnos, escucha con tanto interés que parece estar ausente, porque no quiere abrumarnos con más palabras o emociones de las que ya de por si traemos en la cabeza, sino que escucha en silencio, espera callado a que acabemos y, a su manera, nos responde. Deja que nuestro desahogo repose, descanse. Luego, nos hace mirar en retrospectiva y le da sentido a lo que pasamos para impulsarnos hacia adelante, interviniendo claramente en lo que nos rebasa o supera. El detalle es que su modo de relacionarse con nosotros prevé otro tipo de salidas, pero siempre enfocadas a respondernos.

  Dios no es alguien impulsivo. Sabe tomarse su tiempo y así evitar saturarnos con instrucciones. Prefiere ayudarnos a profundizar en los hechos, en la vida cotidiana, enviando al Espíritu Santo para darnos la capacidad de comprender lo que toca, lo que sigue para encauzar la situación. Claro que el silencio de Dios, por muy prudente y sabio que sea, cuesta trabajo, pero sirve para ejercitarnos en la fe que no es ceguera, sino confianza al punto del abandono. Nos ponemos en manos de Dios porque confiamos en él y hemos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance, pero ahora toca dejarlo entrar en escena. Aunque verlo tan callado nos haga dudar, lo importante es recordar que esta condición forma parte de todo itinerario espiritual que sea serio, verdadero, abierto de par en par a la conversión diaria.

 En la lógica divina, no cabe que seamos creyentes ocasionales o meramente sentimentales. Si bien es cierto que los sentimientos nos humanizan y que la oración los despierta, no es menos cierto que el verdadero amor, implica seguir a Jesús con o sin emociones. Algunas veces, se hará visible y sensible, otras quedara en las sombras, pero siempre actuando, ¡amando hasta la cruz! Su silencio purifica, además de darnos nuestro tiempo y espacio para digerir lo que vamos viviendo. Cuando veamos que Dios guarda silencio es porque nos está escuchando. ¿Se puede pedir más?