“María contestó: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. (Lc 1, 38)



         La fuerza de María estuvo siempre en la gracia de Dios. No en vano ella era y es la “llena de gracia”, la Inmaculada. Pero, además, la Virgen tuvo la cualidad de dejar actuar a Dios en ella, de creer en la gracia y de dejar al Señor que obrara en ella según sus divinos planes.

         Esto puede parece una hermosa reflexión pero poco concreta, poco útil. No es así. Por ejemplo, yo creo en la fuerza de la gracia cuando me dispongo a hacer aquello que veo que Dios me pide, aunque sepa que me va a costar, que me va a resultar difícil. Muchos hoy en día no se casan porque no están seguros de si van a perseverar en el matrimonio y así pasan sus mejores años en una soltería con frecuencia juerguista y disipada. Otros no se hacen sacerdotes o religiosas porque dudan de sus fuerzas para ser fieles. Naturalmente que ni unos ni otros tienen fuerzas para ser buenos casados, buenos sacerdotes o buenos religiosos. La fuerza está en Dios y no en los hombres. María, a pesar de que no conoció el pecado no le dio su “sí” a Dios porque se sintiera fuerte, capaz, segura de ella misma, sino porque confió en el poder del Altísimo. Por eso en ella triunfó, ante todo, la humildad.

         Una forma de vivir la humildad es, pues, saber correr los riesgos que Dios pide, creer en la Providencia, ponerse en manos de Dios. No se trata de ser un alocado, un irresponsable, un temerario. Pero tampoco se trata de que la prudencia nos atenace y, al final, se nos pase la vida sin haber hecho nada, sin haber hecho lo que Dios quería que hiciéramos. ¿Qué habría ocurrido si María hubiera tenido esa falsa prudencia?. Jesús no habría nacido y no habría llegado a nosotros la redención.