Sábado, 31 de marzo.Entrada solemne en el Santo Sepulcro. Ni que decir tienen que después de leída esta orden del día, hubo en los cuartos de los hoteles un revolver el fondo de cofres, baúles y maletas para elegir del guardarropa las prendas más adecuadas, elegantes y sobre todo las más castizas. Había que “dar la impresión” de un españolismo auténtico. Por dentro y por fuera; de devoción y de indumentaria, que si el hábito no hace al fraile, por el hábito, que es fachada, puede inferirse el contenido. Con decir que hasta el joven placentino se quitó aquel día los leguis y el Sr. Doctoral de la Primada sacó a relucir sotana nueva, está dicho que los cruzados íbamos de punta en blanco.

 

 

Las señoras de mantilla, los caballeros en traje de etiqueta, los sacerdotes de sobrepelliz. [...] Aquel valor en confesar una fe cantando su credo, más que con la garganta con el espíritu, trocaba la curiosidad en simpatía.

 

Cantemos al Amor de los amores, cantemos al Señor, entonaban nuestros peregrinos al pasar bajo el arco de la puerta de Jaffa. Cuando atravesamos los famosos “souks” jerosolimitanos con sus angostos y sórdidos zaquizamis, donde el vendedor musulmán, sentado en cuclillas, fuma el “argilé”, y horas y horas en la misma postura aguarda al cliente, la algarabía habitual se convirtió en silencio; tímidamente levantaban las mujeres el velo negro que cubre sus rostros para mejor contemplarnos; detrás del grupo español se formó otro compuesto de mahometanos, sirios, griegos y negros del Sudán. Con nosotros entraron en el Santo Sepulcro. Allí nos recibió la comunidad de Franciscanos, presidida por el P. Roque, procurador general. Nos dio la bienvenida en su nombre el P. Cortés y antes de que los discursos de presentación oficial terminasen -las ansias por besar la piedra bendita que cubrió el cuerpo de nuestro Dios, hecho hombre para redimirnos, eran poco menos que incontenibles-, uno por uno fueron los peregrinos bañando con sus lágrimas el ara del sacrificio donde renació a la verdadera vida la humanidad pecadora. Desde los rincones, agazapados detrás de las columnas, a la puerta de la capilla, sacerdotes griegos, armenios, coptos y abisinios miraban absortos y enmudecidos la sinceridad y hondura de aquel homenaje. ¿Qué ideas, qué sentimientos agitarían cerebros y almas de la obcecación cismática, de “dura cerviz” como los fariseos de la época de Cristo?

 

 

Es tan grande el número de peregrinos en Jerusalén, que excede con mucho las capacidades de alojamiento que tiene la ciudad. Se desaloja una habitación y a la puerta espera turno otro viajero para ocuparla. Así el Patronato, que desde meses atrás había comprometido cuatro hoteles, se vio en la necesidad de tener que dividir el grupo el Sábado Santo porque los hoteleros, el de Citadell, si mal no recuerdo, y alguno otro, se encontraron de golpe con caravanas de ingleses y alemanes, que habiendo anticipado la llegada, se encontraban sin tener dónde dormir. Con el fin de coordinar las necesidades de todos y al mismo tiempo de facilitar a los sacerdotes la celebración y a los fieles el consuelo de que pudieran oír Misa de media noche en Belén, se dividió en dos la cruzada después de la comida, dirigiéndose los unos a Belén y los otros a San Juan de la Montaña. Me correspondió ir con estos últimos y fue por cierto felicísima suerte, porque será inolvidable aquella jornada en tierras de san Juan Bautista para todos los que tuvimos la dicha de vivirla.

 

El Sr. Doctoral de la Catedral de Valladolid, que ha referido a maravilla en el Diario Regional los más culminantes sucedidos del viaje, pinta con trazo seguro y perfecto el paisaje bíblico de Ain-Karem. A seis kilómetros y medio, dice, y al oeste de Jerusalén, recostado en la falda de una pequeña montaña, se encuentra el pueblo de Ain-Karem o San Juan de la Montaña. En la actualidad tiene 3.000 habitantes. La mayoría son árabes y los restantes rusos y griegos.

 

 

Aquí vivieron santa Isabel y el sacerdote Zacarías, a quienes en su ancianidad concedió el Señor la dicha de ser padres de san Juan Bautista. Como todos los propietarios regularmente acomodados de este país, además de la casa en el poblado, poseían una casita en la campiña, como a 1.000 metros.

 

Residiendo en esa casa de campo fue donde la Virgen María, después de recibir la visita del ángel anunciándole el misterio de la Encarnación, visitó a  su prima santa Isabel al enterarse por el ángel que ya se hallaba en el sexto mes de su embarazo.

 

En esa mansión del monte se cruzó entre ambas primas este saludo: Bendita tú entre todas las mujeres, dijo santa Isabel a María; contestando esta con el Magnificat anima mea Dominum, que todos los días reza la Iglesia a vísperas.

 

En aquella privilegiada casita de la falda de la montaña, levantaron los primeros cristianos un devoto santuario.

 

Llegada la fecha de su alumbramiento, los padres del Bautista bajaron al poblado y aquí nació san Juan e inspiró el Espíritu Santo a san Zacarías el Benedictus, salmo que la Iglesia canta igualmente todos los días a laudes y que viene a ser la respuesta al cántico de la Virgen.

 

El lugar donde nació san Juan se halla convertido en iglesia bellísima, reedificada recientemente por los Padres Franciscanos encargados de la custodia de estos santos lugares, cuya visita han logrado promover construyendo una soberbia hospedería donde pasaremos la noche el sábado de “gloria” y celebraremos la resurrección del Señor unos ciento cincuenta peregrinos. Los demás han ido a Belén.

 

Viendo los montes pelados que circundan a este venturoso pueblo, se comprende que san Juan Bautista no se alimentase más que de miel y de langostas silvestres.

 

A San Juan del Monte le sucedió en el orden espiritual algo de lo que en el material le pasó a España, la cual, por darse a otros, se empobreció a sí misma. Este pueblo, que dio al mundo el último profeta y el precursor de Cristo, quedó completamente pobre. Los cristianos en él no llegan a 200. ¡Dios nos libre de su maldición!

 

Cantando el Magnificat y rezando el rosario, vamos monte arriba por el áspero sendero pedregoso que quizá también pisaran los pies virginales de María Santísima cuando aquí vino a visitar a su prima santa Isabel. Arriba, en la cumbre, entre verdes y lozanía, se alza una iglesia a cargo de los PP. Franciscanos. Los Padres Jaime y Cebrero, con la atención de siempre, hacen de guía en la piadosa expedición y subrayan su piedad y su ciencia juntamente el alcance del misterio gozoso que aquí se cumplió. Cerca de este convento hay uno de diaconisas rusas que, expatriadas por el bárbaro bolcheviquismo, han encontrado hospitalidad y abrigo entre infieles mahometanos.

 

 

Desde allí a San Juan de la Montaña. ¿A que ninguno de los peregrinos ha olvidado el encanto de aquellas horas en el convento español por excelencia de Palestina? Y conste de paso que no digo esto por las lonchas de jamón, el vinillo de tierra zamorana, la inefable hidalguía del P. Cortés, que hasta en el apellido dice lo que es en sus hechos. Yo no sé de dónde sacarían estos frailes las viandas que por lo sazonadas y sabrosas parecían recién sacadas de la mejor abastecida despensa castellana. Los compañeros de Vizcaya, Rodríguez y Trecu, trataron de averiguarlo recorriendo la cocina y lugares adyacentes, pero no creo que pudieran despejar la incógnita que a todos nos tenía intrigados. Y lo más ejemplar del caso es que tan suculento menú espera año por año la venida de los peregrinos españoles para que ellos lo disfruten. La ración franciscana parece sencilla y sobria en extremo, jamás se altera; el Hermano lego y el Padre guardián dan de vez en cuando una vuelta por la estancia donde el tesoro se oculta, se satisfacen con saber que está en su punto, y piden a Dios que conserve aquel recuerdo de España para cuando los españoles vengan.

 

En la iglesia de San Juan, equiparada por tradición a las basílicas del Santo Sepulcro y Nazaret, en que también aquí se hace entrada solemne con discursos de bienvenida y bendición eucarística, nos recibió en nombre de la Comunidad un franciscano andaluz, el P. Marcelo Cabello. Su palabra emocionada, iba evocando el pasado palestiniano español de lauros y glorias, comparando el ayer luminoso con el hoy sombrío; su fervor nos demandaba entusiasmo y piedad para la restauración y la reconquista. Es sin duda la de San Juan la casa más española; son mayoría en la Comunidad; diariamente se celebraba antes una Misa por los Reyes y en la actualidad se aplica por España, que allí sin envenenamientos políticos, situados los religiosos sobre las discusiones formalistas, ¿qué les importa Monarquía y República, mientras en una o en otra la paz y el progreso moral y material de la patria sean anhelo y preocupación de los Gobiernos?

 

En la cripta celebramos la Misa de Pascua y allí cantamos el aleluya. Por cierto que bien de mañana vinieron al convento las autoridades árabes y las inglesas y los vecinos más respetables del pueblo a dar al Padre guardián el saludo de la Buena Pascua; señal de amistosa convivencia que por acá también ha desparecido. El adiós final rebosante de cariño y agradecimiento; la indispensable foto de Rodríguez, una más aquí de la Comunidad, y otra vez al autocar, que nos llevará a Jerusalén para presenciar la  liturgia pascual.