“Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos”.  (Mc 13, 35-36)



         El Adviento empieza del mismo modo que terminó, las semanas anteriores, el Tiempo Ordinario: con una llamada de advertencia, con una invitación a estar preparados. Si el Señor, en la parábola de las vírgenes sensatas y las vírgenes necias, nos decía que no sabemos cuándo será el día o la hora en que nos llegará la muerte, en esta ocasión nos habla de la ignorancia en que está el empleado acerca de cuándo llegará el dueño de la casa. Se trata, pues, de estar preparados, pero para cosas distintas; aquella advertencia era para que estuviéramos preparados para la muerte -que es la vida definitiva- y para el juicio. Ésta es para acoger aquí en la tierra al Dios de la vida, a Cristo.

         ¿Cómo prepararnos?. Evidentemente, el mejor modo de hacerlo es tener la casa bien dispuesta para cuando llegue el dueño a vivir en ella. Eso significa que debemos tener nuestras cosas en orden, la tarea hecha, las obligaciones cumplidas, las grietas reparadas, las heridas curadas. Y todo eso lo podemos hacer, antes que nada, haciendo una visita de inspección por el lugar para ver con detenimiento qué está fallando, qué va mal, qué necesita arreglarse. Es decir, tenemos que despertar la conciencia para, con ella como luz, poder revisar nuestra vida, nuestra alma. Para hacerlo es preciso escuchar la voz de Dios a través de su Palabra y también a través de la Iglesia. ¿Qué nos dice Cristo en el Evangelio, qué nos enseña la Iglesia?. A la luz de esa doctrina, revisemos nuestra vida para descubrir qué tenemos que reparar, antes de que sea demasiado tarde.