Hobbes, está claro, no conocía a fondo la idiosincrasia ibera cuando puso de moda la frase de Plauto que sentencia que el hombre es lobo para el hombre. De conocerla no habría tenido que recurrir al reino animal para destacar la esencia carnívora de la condición humana. En su descargo juega que durante su viaje por Europa el filósofo no recaló en la península, donde, como se desprende del Lazarillo, el hombre era ya un español para el hombre.
El lobo, muy a su pesar, es carnívoro, el español, muy en su papel, es omnívoro, que es peor, pues un omnívoro, un español, no es más que un carnívoro camuflado que pide ensalada de entrante para disimular que su verdadera intención es devorar a su congénere a los postres. Al lobo le gustaría pacer, al español le encanta acorralar. Y cree que hace bien. Tanto es así que considera que la afrenta, la ira y la venganza son una actualización sensata de las tres virtudes teologales.