“Dijo Jesús a sus discípulos: “Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”.” (Jn 14, 1-5)



         La fiesta de los fieles difuntos nos debe servir, ante todo, para renovar nuestra fe en la resurrección. No se trata de creer en algo que es consolador y que nos da un enorme alivio porque nos convenga creer en ello, sino porque tenemos la certeza de que es verdad debido a que Cristo resucitó de entre los muertos. La resurrección de Cristo, como hecho histórico y comprobado, es el fundamento en el que basamos nuestra fe en la resurrección, en la vida eterna. Si esta fe nos produce alivio y consuelo, si nos llena de esperanza, mejor para nosotros. Pero no creemos en la resurrección por sus frutos consoladores, sino porque Cristo realmente murió y realmente resucitó.

         En segundo lugar, en este día debemos orar por nuestros seres queridos ya fallecidos. Es un deber de gratitud hacia ellos. Dejar de hacerlo es dejar de cumplir el cuarto mandamiento, pues lo que ellos necesitan ahora no son ni nuestros alimentos ni nuestras medicinas, sino nuestras oraciones.

         Por último, debemos aprovechar este día para recordar el ejemplo que nos dejaron los que ya han muerto. Esa es la verdadera “herencia”. Su comportamiento, tantas veces ejemplar, no debe ser olvidado, sino que tiene que ayudarnos a vivir de manera que ellos, desde el cielo, se sientan orgullosos de nosotros.