Tenemos un Dios entrañable, fácil de querer. Sencillo y, al mismo tiempo, profundo, capaz de tendernos una mano cuántas veces sea necesario. Tan cercano que quiso quedarse en la Eucaristía. Siempre está disponible. Quien comprende o, mejor dicho, vive, esta experiencia, alcanza la felicidad y se da cuenta que los mandamientos, lejos de ser una serie de piedras en el zapato, son la hoja de ruta a seguir, porque se trata de los consejos del Padre que busca lo mejor para sus hijos e hijas, aunque no siempre sea comprendido al momento. Un itinerario fascinante y desconcertante. Ese Dios entrañable nos espera con los brazos abiertos, pero no para que nos quedemos estancados en el pecado. Al contrario, lo que busca es que demos lo mejor de nosotros mismos. Tenemos a un Dios que apuesta por todos y, precisamente por esta razón, nos exige, aunque lo lleva a cabo de un modo agradable, creativo. Sabe cómo llegarnos. Eso es lo que lo hace grande, misericordioso y verdadero. Lejos de mirar para otro lado, se encarga de nosotros, pintando en cada uno el rosto de su hijo. Claro, hay que abrirle las puertas, dejarnos encontrar por él, ya que no hay nadie que respete más nuestra libertad. Un amigo entrañable, alguien que se dio y continúa dándose para que descubramos y, desde ahí, vivamos el sentido de la vida presente y futura.