Dijo Jesús a Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.” (Juan 3, 1315)



         Está de moda hablar de Dios como amor, lo cual es bueno, pues es un aspecto fundamental de la verdad revelada acerca de Dios, aunque a veces se olviden otros aspectos de esa misma verdad, como es el hecho de que Dios es Juez o Señor. En todo caso, lo que no está tan de moda es percatarse de que ese amor de Dios se puso de manifiesto sobre todo en Cristo, en la encarnación del Hijo de Dios, y muy especialmente en la muerte redentora de Cristo en la Cruz. La Cruz, pues, es la mayor prueba del amor de Dios hacia los hombres, la prueba definitiva.

         Pues bien, del mismo modo que Dios ha hecho con nosotros, así debemos hacer nosotros con Él. Nuestras cruces deben convertirse en la prueba de que nosotros le queremos a Él. Y para ello nada mejor que aceptar lo que Dios nos pide, tanto lo que es nuestra obligación como los imprevistos de la vida. Si somos capaces de no huir de la cruz por amor a Cristo, que por amor a nosotros no huyó de su Cruz, entonces le estaremos demostrando a Dios que le queremos de verdad.

         No hay que olvidar que en las enseñanzas del Señor a sus discípulos entra también el concepto de resurrección: la prueba pasa y lo que triunfa al final es la verdad y la justicia.