Recuerdo de Rafael Tirado, que fue correo de Dios

Manuel Lozano Garrido
Signo, 25 de julio de 1955
El 18 de julio nos ha traído el recuerdo de los que, con la vida, dictaron la más sublime lección de la fe. Junto a ellos hubo también un holocausto incruento de vidas entregadas. La de Rafael Tirado Navarrete fue una de ellas. La traemos hoy como un símbolo. Él soñaba con el martirio y Dios le dio el dolor cotidiano de una enfermedad mortal.

Se acercaba la fecha, y los actores acusaban en el ensayo la tensión del estreno. Al fondo de la sala, un grupo de muchachos seguían las vicisitudes de «El divino impaciente» entre tanto que, sobre las tablas, Javier oponía a la invitación de Atayde su firme entereza navarra:

-No voy porque no consiento poner el pie en un figón.

Por el contrario, a pocos pasos del grupo, otros adolescentes hacían corro a uno de quince años que sacaba y comentaba estampas de su cartera. A tiempo de verle, un chico de la misma edad se le acercó, mientras que los demás iniciaban la huída.

-Rafael ¿otra vez las estampas?

Él hizo una mueca irónica.

-¿Quieres también verlas? Ya eres un hombrecito…

-No. Eso no es de hombres. La verdadera hombría está en el dominio de uno mismo. Lo que haces lo tiene en su mano cualquiera. En cambio, quien impone la fuerza de un criterio, ése si es un hombre digno de imitarse.

-¡Bah! ¡Déjame hacer lo que quiera!

-No, Rafael. Es el alma y el destino tuyo y de esos amigos lo que está en peligro. Escucha estas palabras de Ignacio.

Desde la escena llegaban las frases del fundador:

-Ya piensas que estás llegando a tu más alto destino. ¿No ves que el tuyo es divino y que así te estás quedando a mitad de tu camino?.

-Rafael, ¡si tú quisieras!...

-¡Oh! Me aburres. Basta ya de comedias.

AQUEL VERANO

Julio trajo, como siempre, su corte de modorras, cigarras cansinas y ese aroma indefinible del trigo maduro. Pero con aquel julio de 1936 llegó también una atmósfera dura y densa como cargada de negros presagios. Por la calle las gentes iban a prisa, como temiendo un golpe a la vuelta de la esquina. De las cárceles, los malhechores habían saltado al Gobierno y nadie apostaría entonces por la vida de un hombre de bien.

Rafael era, en parte, un producto de su tiempo. Con doce años cuando llegó la República en su corazón puro hizo mella pronto el impacto de una propaganda soez. Sus principios religiosos quedaron, sí, imbatidos, pero en sus costumbres quedó arriada la bandera de la inocencia. Y, perdido ya el temor, la culpa quiso saltar hasta los amigos.

Aquel domingo día 19, Rafael Tirado Navarrete pegaba su oído, en Linares, al altavoz de la radio.

Desde lejos, la voz de Queipo de Llano anunciaba los triunfos del Alzamiento. Tan sólo a unos milímetros, la aguja sintonizaba el timbre de urraca de una mujer que excitaba al incendio y al crimen. Era la guerra, la guerra entre hermanos, con todas sus consecuencias. Por primera vez, al día siguiente Rafael no atinó a hablar a los amigos de divertirse.

Pasaron las noches y España supo de ríos de sangre y lenguas de fuego lamiendo las cúpulas de los templos. Desde la mira chiquita de la buhardilla, Rafael vela el espectro rojo devorando la parroquia de sus mayores y un escalofrío de impotencia le recorría todo el cuerpo. Al alba, su duro sueño joven lo quebraba el ronroneo de un motor. Entonces se arrojaba del lecho con un amargo presentimiento y, tras la persiana caída, el espanto le atenazaba el corazón. Sobre la trasera de un camión, el diálogo brutal de los milicianos lo dominaba un rezo vibrante y fervoroso, como no lo había oído él en su vida: la plegaria de los mártires camino del patíbulo. A Rafael le impresionaba aquella patética generosidad que tanto le recordaba la del Javier navarro y, revisando sus años idos, se sentía como abrumado por el peso de una vida negativa y estéril.

Debió de ser en uno de estos amaneceres cuando calló de rodillas ante el Cristo de su cabecera con una petición en los labios:

-Perdona, Señor, perdona mis años malgastados. Desde ahora propongo no vivir sino para espiar mi culpa y la de éstos que te ofenden con su odio. Y si en tu divina misericordia está escuchar el deseo de este siervo, acuérdate, Jesús, que desde hoy yo también sueño con el martirio.

UN DÍA…

Siguieron los meses. Sobre la España dividida, el Ángel y la Bestia cruzaban sus espadas de acero. Sangre y más sangre caía sobre los surcos, las cunetas y las encrucijadas de los caminos arrasándolo todo con un océano de púrpura. Todo menos la fe, que con el martirio se había hecho semilla de cristianos. Los templos ardían, pero, en cambio, se hacía colosal la iglesia de la persecución. Se rezaba más que nunca, y los sacerdotes, aunque esta vez sin los ornamentos, decían la misma misa de siempre en frágiles vasos de cristal. Cristo bajaba también a la humildad de la catacumba y en cajas de lata o cartón, en sobres y hasta recortes de papel se hacían más que nunca el Pan de los Fuertes.

Rafael, tenía hambre de Dios. Por eso supo lo que se hacía cuando abordó al amigo bueno.

- que puedes y debes hacerlo. Quiero, mejor dicho, necesito comulgar.

El amigo calló. Sus labios estaban sellados por un juramento. Pero dos días después, por la concesión especial, Rafael llevó en su cartera, aquella cartera de sus pecados, ya purificada, algo que acariciaba con amor. Con el alba, cuando sonó el motor de la muerte, en una blanca cuartilla, desplegada en su habitación, lució el círculo purísimo de una Hostia. A él, le pareció que aquella mañana el ¡Viva Cristo Rey! de los mártires sonaba más fuerte porque lo acompañaba también su voz.

NUEVO TARSICIO

Luchas. Ruinas. Odios. Vidas. Pero también el sufrimiento es yunque donde se fraguan los grandes ideales. Así, el amanecer de España hubo de iniciarse entre dolores y lágrimas.

Para Rafael, la guerra fue un instrumento de purificación. Ella le llevó al espejo de la verdad, y allí vio la imagen de Dios que le miraba fijamente. Aquella mirada fue una revolución para su alma. Y desde entonces, sus diecisiete años se dieron para reparar las horas perdidas. Providencialmente, Dios puso en esos días muy cerca de él a un sacerdote que le marcó rumbo definitivo.

A su vez, el exterminio de almas buenas le decía que, cuando alumbrara el día de la paz, con los campos abandonados habría de roturar millones de almas. Para entonces faltarían también sembradores de la palabra de Cristo y para ese gran día empezó a prepararse con ahínco, completando su formación religiosa. Cierto día, meditando, le salió al paso una frase de San Pablo: «La fe entra por el oído». Le gustó y, desde entonces, la tomó como lema.

Por las tardes, más de una vez, se vio a un muchacho que se acercaba al banco en penumbra de un paseo. Alguien le aguardaba allí y cruzaba con él unas palabras triviales.  De pronto, un sobre azul se cruzaba como un relámpago, entre ellos. Correo de Dios, nuevo Tarsicio, Rafael se multiplicaba para llevar la Eucaristía a los perseguidos.

EN PELIGRO

El espectro del hambre reinaba en la zona roja y, para combatirlo grupos de patriotas católicos llevaron a cabo una organización de caridad clandestina, a la que se llamó el «Socorro Blanco». La misión suponía un peligro de muerte y por eso se llevaba en secreto y hasta con juramento.

Él fue uno de los más activos colaboradores. Para cumplir cierto servicio, una noche hubo de abandonar su casa a altas horas. La noche en avanzada, se prestaba a la sospecha. Pero él, a lo prometido; el muchacho que tenía el corazón restituido a la pureza, hubo de cargar en silencio con lo que más le dolía: la duda de sus padres.

«NO BAJES »

Tam, tam, tam… Nueve campanadas.

-¡Rafael, no bajes! ¡Todos tus amigos están detenidos!

-¿Qué dices, padre? ¡Déjame ir! ¡Necesito estar con ellos!

-No, hijo. Los han pasado a la cárcel y nada conseguirías exponiéndote.

-Debo ir. Tú hijo no debe esconderse cobardemente. ¿Me entiendes, padre? Tiene que llegarles mi voz de aliento. Que sepan que estoy a su lado.

DÍA DE VISITA

Jueves. Para los presos, día de comunicación con el exterior. Sólo a unos pasos dos milicianos hacen la centinela. Con el rostro encarado en la cuadrícula de unos barrotes, Rafael dialoga bajito, como un susurro:

-Pedid todo cuanto necesitéis. Ya me las arreglaré yo para entrároslo…El Sábado de Gloria os traeré la comunión, ya lo sabéis: estoy con vosotros. Mi sitio es ahí, tras de esta reja. Rogad a Dios porque os acompañe pronto.

Los minutos pasan, y el guardia, seco, corta la conversación.

Rafael se despide. Se aleja y, cuando cruza el umbral, vuelve la cara y grita.

-¡Sursum Hispania!. (¡Arriba España!)

-¿Qué ha dicho?,- preguntó uno de los milicianos.

-¡Bah! Debe ser franchute. Será que los saluda.

POR FIN

Seis meses después, bailaban las hojas al caer y llovía. Era otoño. Y con el otoño, le vino al mozo un dolor punzante y frío, como un estilete que se metiera por entre los costillares. El médico diagnosticó rápido:

-Calcio y reposo.

Y Rafael acertó a entender:

-Tuberculosis. Si la guerra no acaba, poca vida.

Supo aceptar. Y agradecer. Al día siguiente, daba a Dios gracias por su martirio. Porque el dolor, aunque incruento, es también un modo de martirio, de meritísimo martirio:

            -Yo, Señor, soñaba con los brazos en cruz ante un paredón, dando la vida por Ti. Pero también entre cuatro paredes se puede dar una existencia. Te bendigo, Jesús, y por tu Cruz y mi cruz, salva a España.

«MÁS SUFREN ELLOS»

Fiebre, cansancio, insomnio. Y el tedio. Desde el amanecer al filo de la madrugada. Para volver a empezar al alba. Días, semanas, meses…

-No escribas, hijo. ¿No ves que te cansas?

-Madre, más sufren ellos. Están entre enemigos que sospechan. Algunos, en el frente, con un deseo de pasarse a los suyos, que tal vez sigue el tiro por la espalda…; mis cartas pueden dar ánimo a una vida, un punto de alegría en la noche oscura de un alma.

Pronto la tos dura, corta la frase. ¡Sangre! Pero el coraje lleva cartas desde la Alpujarra al Segre.

LARGA ES LA NOCHE

La noche, sin sueño, es larga, muy larga. Entre segundo y segundo hay como alguien que retrasa la marcha del péndulo. Un reloj da la hora. Otro, a unos metros le responde. Y uno más lejano.

Rafael tiene los ojos abiertos, desmesuradamente abiertos. Entre las sábanas, la mano pasa y repasa las cuentas del rosario.

-Por los que sufren persecución. Por los que luchan. Por los que vacilan.

Sobre la carne las púas hirientes de un cilicio arrancan rubíes de sangre. A cada movimiento se contrae un gesto de dolor.

-Por los que matan e incendian. Por los que te crucifican.

TODO CONSUMADO

No hay remedio. Todo lo humanamente posible está hecho. Y consumado el sufrimiento. El desenlace se acerca. También para España. Por entre los trigos asoma ya el rojo y gualda de la victoria. Ahora el muchacho repasa la visita, en el día anterior, del amigo.

-Rafael, ¡ahora sí que ganamos! Un día de estos nos sublevamos y de fijo tomamos Linares. Somos los necesarios y estamos bien organizados.  Tú ya lo sabes… Tienes un puesto reservado… Contamos contigo

En los ojos hay un centelleo de esperanza. Pero la fatiga llama al buen sentido.

-Por ellos, por su triunfo, también, Señor, mi impotencia

EL FINAL

El sacerdote trajo por la mañana la sagrada comunión. Como había síntomas alarmantes, a la tarde menudeó sus visitas. El chico sufría terriblemente. El rostro satinado brillaba con la fiebre. Los labios palidecían. En cambio, los ojos desbordaban de elocuencia. De la madre, al crucifijo. Del crucifijo, al azul estrellado.

-Madre…; España…; perdona, Jesús, a los pecadores.

El sacerdote salió de la habitación con lágrimas.

-Valiente muchacho.

Después, dispuso un altar. Iba a celebrar misa «corpore in sepulto». Porque Rafael había muerto.

La tarde se hizo clara para iluminar sobre el ataúd una cruz de madera y bronce. ¡Una cruz bajo el terror que mutilaba los Cristos! Y por añadidura, los amigos, que a unos días habían de andar con el fusil por las calles, lo llevaban en hombros.

Los «rojos», los del incendio y el crimen, quedaron paralizados. Y es que nada ata tanto como la fe y el heroísmo.

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