1 Reyes 3, 5. 7-12; Romanos 8, 28-30; Mateo 13, 44-52
«El que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría,va a vender todo lo que tiene y compra el campo»
27 Julio 2014      P. Carlos Padilla Esteban
« ¿Me conozco? ¿Me quiero? ¿Sé qué cosas buenas tengo, lo que me hace único y diferente? ¿Conozco el tesoro enterrado en mi corazón? Conocer mi alma implica ver que hay oro en mi interior»

En el ser humano hay una tendencia natural a agradar desde el momento en el que nace. Porque nos gusta caer bien, ser simpáticos, despertar admiración. Buscamos el cariño y la atracción de las personas. Nos importa el qué dirán, lo que piensan de nosotros. Sabemos que el rostro es el espejo del alma y a veces sufrimos por ello. Porque nuestros ojos desvelan más de lo que quisiéramos mostrar. Pero, para ser sinceros, el problema no está en lo que los demás ven en nosotros, sino en lo que realmente hay en el corazón y en nuestra mirada sobre nuestra vida. Lo importante es saber qué es lo verdadero y aceptarlo con alegría, sin miedos, sin angustias. Cuando nos miramos bien, cuando nos queremos sin miedo, cuando nos aceptamos sin querer ser distintos, somos mucho más felices y plenos. Pero cuando no es así, cuando rechazamos nuestra verdad y tratamos de ocultar lo que somos, nos asusta entonces mostrar lo que sentimos, decir lo que pensamos, desvelar lo que está oculto en el corazón. Nos gusta agradar y nos da miedo el rechazo. Por eso a veces usamos caretas, fingimos sentimientos y mostramos lo que no sentimos de verdad. El deseo de querer agradar es muy fuerte en el corazón. Y como el rostro se empeña en reflejar lo que hay en el alma, disimulamos, fingimos, optamos por hacer prevalecer las apariencias antes que reflejar la verdad. Nos esforzamos por parecer más delgados, más guapos, más listos, más capaces, más deportistas, mejor vestidos. Siempre más. El móvil de último diseño, la ropa más valorada; es el mundo del escaparate. Compramos por los ojos. Nos dejamos encandilar por una belleza tantas veces superficial. Y todos caemos en esa tentación de parecer lo que no somos. Por eso nos cuesta ser honestos y mostrar nuestra realidad. Sin tanto glamour, sin tanta belleza. La apariencia nos atrae, la estética, esa belleza superficial que no habla necesariamente de la belleza interior. Las cosas que brillan, las personas que deslumbran con sus palabras, con su físico. Damos mucho valor al cuerpo, a lo que nos entra por los ojos. Y olvidamos que el tesoro está escondido en lo más hondo, bajo los ropajes que lo disimulan todo, oculto en el corazón. Nos quedamos en la superficie, prendados, enamorados de lo que los ojos acarician y las manos retienen. Nos convencemos de que no es lo importante y creemos que en realidad no nos movemos por ese criterio superficial. Pero luego la vida nos enseña que no es así, lo hacemos. Muchas veces juzgamos por las apariencias, analizamos al que vemos por primera vez por su forma de vestir. Tratamos a las personas de forma diferente por su aspecto, por su forma de hablar, por su procedencia. Nos entusiasman las cosas llenas de luz y nos provocan desprecio las opacas.

Hay un temor en el corazón a la opinión que los demás puedan tener de nosotros. Su juicio nos asusta. Nos aplicamos el dicho: «Cree el ladrón que todos son de su condición». Y a veces somos tan duros en los juicios que nos da miedo que los demás puedan ser también inmisericordes con nosotros. Decía San Agustín:«Hay hombres que juzgan temerariamente, que son detractores, chismosos, murmuradores, que se empeñan en sospechar lo que no ven, que se empeñan en pregonar incluso lo que ni sospechan». El Papa Francisco nos ha hablado de los chismes: « ¡Cuánto chismeamos nosotros los cristianos! El chisme es despellejarse, ¿no? Es maltratarse el uno al otro. Como si se quisiera disminuir al otro, ¿no? En lugar de crecer yo, hago que el otro sea aplanado y me siento muy bien. Parece agradable chismear. No sé por qué, pero se siente uno bien. Como un caramelo de miel, ¿verdad? Te comes uno -¡Ah, qué bien! -Y luego otro, otro, otro, y al final tienes dolor de estómago. ¿Y por qué? El chisme es así: es dulce al principio y luego te arruina el alma. Los chismes son destructivos en la Iglesia. Es un poco como el espíritu de Caín: matar al hermano, con su lengua». Nos hacemos chismosos y murmuradores. Etiquetamos a las personas nada más verlas. Por su forma de vestir, por su aspecto, por la imagen que dejan ver. Juzgamos y condenamos fácilmente. Y nos sentimos bien por un rato. Pero después, como dice el Papa, viene la amargura al alma. Este mismo juicio de desprecio es el que nos gusta evitar. Queremos liberarnos de la murmuración. ¡Cuánto importan las apariencias! ¡Qué fácil caer en el juicio sobre nosotros mismos y sobre los demás! Se diría que nos sucede lo que comentaba una persona: «Se miran demasiado el ombligo, están demasiado pendientes del juicio de los demás». Tantas veces vivimos así, preocupados del qué dirán. No decimos todo lo que pensamos. No hacemos todo lo que estaríamos dispuestos a hacer. Para no salirnos de la norma. Para no destacar demasiado. Para no ser juzgados. No nos arriesgamos. Es una pena que nos importe tanto este juicio de los hombres. Es una pena que valoremos tanto las cosas por su brillo. A veces es porque no nos conocemos del todo. No sabemos que hay oro en nuestro interior. Conocer mi alma implica ver lo bueno que tengo, lo que otros buscan en mí, lo que doy de forma natural, aquello que regalo con alegría. Las cosas buenas de mi vida, mis cualidades, mis buenos sentimientos, mi forma particular de entregarme, de caminar, de sonreír, de hablar, de callar, de trabajar, de expresar el amor, son un tesoro. ¿Me conozco? ¿Me acepto? ¿Me quiero? ¿Sé qué cosas buenas tengo, lo que me hace único y diferente? ¿Conozco el tesoro enterrado en mi corazón? A veces tenemos tan poca autoestima que buscamos que nos quieran mendigando cariño, llamando la atención. Estamos heridos y queremos que nos quieran todos y siempre, sin excepción. Cualquier muestra de desprecio, cualquier olvido, cualquier juicio, nos ofenden hasta el fondo del alma y tiramos por tierra todo lo construido. Y pensamos: «Nada de lo anterior importa, todo era mentira». Y echamos a perder muchas relaciones, porque no somos capaces de perdonar y olvidar.

Las apariencias a veces nos engañan. Dice un dicho conocido: «No es oro todo lo que reluce». No siempre lo que parece bueno es tan bueno. Hay que profundizar, ahondar, ir a lo verdadero. En la vida, en el amor, es fundamental. Por eso a veces nuestro amor puede no ser tan sólido. Y luego, con el paso del tiempo, cuando rascamos, al profundizar las relaciones, nos decepcionamos. Nos decepcionamos de nosotros mismos, porque no acabamos de conocernos. Nos decepcionamos de aquellos a los que amamos, porque pensábamos que eran distintos y, cuando nos defraudan, nos gustaría que fueran perfectos. ¡Cuánto dolor provoca en la vida matrimonial comprobar que el cónyuge no es como creíamos que era! Nos imaginábamos una realidad diferente. Nos da miedo ahondar y ver cuál es la verdad. Esperamos, deseamos y luego, tal vez, ya es demasiado tarde. Hay personas que no se conocen cuando se casan y, con el paso de los años, al conocerse, surge la decepción. Llegan los desencuentros, el desamor, la falta de respeto. Y todo porque pensaban que eran distintos. Y dicen que el otro ha cambiado, que antes era de otra manera. ¿No será tal vez que nosotros lo veíamos de otra manera? Tendemos a proyectar en el otro nuestros deseos, nuestros sueños, nuestro ideal. Lo vemos mejor de lo que es. Tenemos que ser más realistas con la vida, con las personas, con nosotros mismos. Sólo podemos amar lo que conocemos de verdad, hasta el fondo. El conocimiento permite que el amor crezca y se haga fuerte sobre una base sólida. Aceptar la verdad del otro es el único camino en el amor. Aceptar la verdad y respetarla. Acoger al otro en su verdad, sin rechazarlo. En ocasiones, cuando conocemos a la persona amada en sus debilidades, podemos perder el respeto. Atacamos, nos burlamos, herimos. Sólo es posible amar desde el respeto. Como decía el P. Kentenich: «No existe amor alguno sin respeto. Ni respeto alguno sin amor. El respeto de mi parte suscitará en el otro la respuesta del respeto»[1]. El respeto es necesario para acoger a las personas en su verdad. Es el respeto que nos lleva a besar la verdad oculta en el corazón de la persona amada. El respeto a sus tiempos, a sus necesidades, a sus miedos. El respeto a que es como es y no podemos exigirle que sea otra persona. Es el misterio ante el que nos arrodillamos con un respeto sagrado. Dentro de cada uno hay un tesoro. Es el que es, no el que soñamos. Es como es, no como quisiéramos que fuera. Es un tesoro que tantas veces no valoramos porque esperábamos otra cosa. La decepción viene de nuestro deseo insatisfecho, de nuestros sueños incumplidos. Cuando esperamos algo del otro que no sucede, cuando no reacciona como quisiéramos, no somos capaces de valorar todos sus actos de amor aunque sean maravillosos. Tenemos la capacidad para ver la botella vacía cuando está medio llena. La capacidad para ver oscuro el día cuando algo duro nos ha sucedido. Dejamos de creer en un plan de amor de Dios para nuestra vida. Dejamos de ver la luz detrás de la tormenta. El brillo de los tesoros nos encandila. Y cuando perdemos el tesoro en el que creíamos, la vida se desvanece.

La actitud del rey Salomón ante la vida siempre me impresiona. Dios le pregunta qué es lo que pide: «En aquellos días, el Señor se apareció en sueños a Salomón y le dijo: - Pídeme lo que quieras. Respondió Salomón: - Señor, Dios mío, Tú has hecho que tu siervo suceda a David, mi padre, en el trono, aunque yo soy un muchacho y no sé desenvolverme. Tu siervo se encuentra en medio de tu pueblo, un pueblo inmenso, incontable, innumerable. Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien, pues, ¿quién sería capaz de gobernar a este pueblo tan numeroso? Al Señor le agradó que Salomón hubiera pedido aquello, y Dios le dijo: - Por haber pedido esto y no haber pedido para ti vida larga ni riquezas ni la vida de tus enemigos, sino que pediste discernimiento para escuchar y gobernar, te cumplo tu petición: te doy un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti». 1 Reyes 3, 5. 7-12. Salomón no pide lo que era de esperar. No pide una vida larga, ni éxito en sus empresas, ni fecundidad, ni riquezas, ni siquiera paz en su reino. No, Salomón pide docilidad y sabiduría para decidir como rey. Esa actitud conmueve a Dios. Docilidad para escuchar su voluntad y hacer realidad sus deseos. ¿Qué le pido a Dios al dar un paso importante en mi vida? Salomón lo que pide es un corazón para estar al servicio de los demás. Salomón quiere que Dios sea el criterio de decisión en su vida, en cada paso del camino. Docilidad. ¡Qué bonita palabra! ¡Qué difícil vivirla! Muchas veces le pedimos a Dios ser felices, plenos, tener éxito en la vida. Tal vez por eso hay tantas frustraciones en el alma. Pedimos lo que nadie nos puede asegurar. Nos obsesionan el dinero, el éxito, la fama. Nos preparamos bien pensando en todo lo que podemos alcanzar. Soñamos con los mejores sueldos y el ascenso más envidiado. Nos encanta despertar admiración y que los demás deseen lo que tenemos. Una empresa de éxito que triunfe en todo el mundo. Una idea genial que encuentre la gloria. Estar en el momento oportuno. Saber escalar posiciones. Utilizar a las personas en la medida en la que nos son útiles para lograr nuestros fines. ¿Le pedimos a Dios docilidad y sabiduría para la vida?

Pedir docilidad es aprender a vivir de otra forma. Quisiéramos ser dóciles para escuchar lo que Dios nos pide, para acoger otras opiniones, para estar dispuestos a aprender cada día. Pero la verdad es que la docilidad no es algo tan atractivo. Decimos que alguien es demasiado dócil, que no tiene fuerza de carácter, que se deja llevar por la opinión de los otros, arrastrar por la marea. Suponemos que la docilidad nos convierte en personas inútiles, dependientes, influenciables, faltos de carácter y de decisión. La palabra docilidad nos parece un sinónimo de debilidad. Pero no es así, es una palabra muy rica en contenido. Cuando deseamos aprender algo en algún campo o vemos importante mejorar en nuestra vida personal, nos ponemos voluntariamente bajo la tutela de alguien que conoce y domina el tema, con el fin de progresar rápidamente y por un camino seguro. La docilidad es el valor que nos hace tener la suficiente humildad y capacidad para considerar y aprovechar la experiencia y conocimientos que los demás tienen. La docilidad nos ayuda a ser más sencillos, pues nos dispone a escuchar con calma y atención, a considerar las sugerencias que nos hacen y a tomar decisiones más serenas y prudentes a partir de la información recibida. Pero no es fácil ser dóciles. Nos gusta imponer nuestro criterio. No nos gusta someternos a los criterios de los otros. Nos cuesta pedir ayuda y dejarnos complementar. Hoy miramos a Jesús. Él fue dócil en su camino en la tierra y nos enseña cómo vivir. La actitud interior de Jesús es la docilidad. Es niño, es hijo, es fiel a Dios en su corazón. María modeló su corazón. Jesús fue dócil en las manos de María. Se hizo dócil a sus deseos y a los deseos de su Padre. Hasta el punto de afirmar que su único alimento era hacer la voluntad de Dios. Jesús es obediente, dócil a su querer. Jesús nos enseña que la actitud interior es lo que realmente importa. Decía el P. Kentenich: «Cuando Jesús habla de actos u obras exteriores, rompe lanzas por un cierto minimalismo. Vale decir que no pone tanto el acento en los actos u obras exteriores en sí mismos, sino más bien en cuanto son expresión de un sentimiento o actitud interior. Lo esencial es pues la conversión del corazón. Sí, es en nuestro interior donde tiene que operarse una transformación»[2]. Los actos en su apariencia pueden ser parecidos. La motivación que nos lleva a realizarlos puede ser muy distinta. Le pedimos a María que nos enseñe a ser dóciles, a tener los sentimientos de Cristo, a ser como Él. ¿Soy dócil cuando me corrigen? ¿Me dejo guiar por otras personas? ¿Acepto sólo las correcciones de aquellas personas a las que admiro y respeto? ¿Acepto que me den consejos válidos incluso en aquellos campos que creo dominar? ¿Me dejo educar por otros? Son preguntas difíciles. La vida nos muestra que muchas veces no somos nada dóciles. Tampoco con Dios. No aceptamos sus caminos. Nos rebelamos ante sus deseos. Nos asustamos al pensar en la cruz. Nos da miedo su fracaso en lo alto del madero. La docilidad que nos lleva a dar la vida nos parece excesiva y temblamos. Queremos ser dóciles pero sólo hasta cierto punto, con una cierta medida, pero no sin medida. El amor de Jesús no tiene medida, no conoce límites, obedece hasta el final.

Salomón también pide sabiduría para distinguir el bien del mal. Un corazón sabio e inteligente para gobernar. No es nada fácil educar un corazón así, en este mundo en el que cada uno tiene su propia visión de la vida. ¿Cómo se distingue el bien del mal? Hoy parece que todo vale, que cada uno tiene su visión de la realidad y el bien y el mal se convierten en algo relativo. ¿Dónde están los límites? Cuando hilamos más fino no es fácil marcar la barrera. La sabiduría es la capacidad de juzgar iluminados por la luz de Dios. En su luz aprendemos a analizar la realidad con su mirada. Nos hacemos capaces de apreciar los valores auténticos del mundo. El hombre sabio no se queda en las apariencias, va a lo más hondo, profundiza. Sabe ver dónde está el bien y dónde el mal. Sabe distinguir el oro de lo que sólo brilla. Sabe aconsejar y tomar decisiones prudentes. No se deja llevar por la opinión de todos. Sabe escuchar a Dios y encontrar en su corazón sus más leves deseos. Cuando somos sabios, aprendemos a amar la voluntad de Dios sin pretender cambiarla. Pero a veces ni siquiera amamos a Dios. Amamos sólo una idea que tenemos de Él, un pensamiento. Decía el P. Kentenich:«En estos tiempos que corren, la mayoría de la gente, incluso aquellos que son capaces de hablar de Dios con mucho entusiasmo, no aman a Dios como persona, sino que aman una idea. Y esto no es devoción. Puedo comprender que alguien se entusiasme por una idea y hable de ella con fervor, pero existe una enorme diferencia entre ese entusiasmo y el amor hacia una persona»[3]. Amar una idea de Dios no moviliza todas las fuerzas del corazón. Ese Dios al que amamos puede ser sólo una idea, una teoría, un concepto. No es un amor personal e íntimo. El hombre sabio es un hombre enamorado de Dios. Por eso ama su voluntad. ¿Es posible amar de verdad a alguien y no amar sus deseos? El verdadero amor personal nos hace fácil seguir los deseos de la persona amada.

Hoy Jesús utiliza dos parábolas para explicar cómo es el Reino de Dios en la tierra: «El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El Reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra». Lo compara con un tesoro escondido, con una perla fina. Sabemos que no es oro todo lo que reluce. Pero el Reino de Dios sí es oro verdadero. Hoy nos gusta ponerle un precio a todas las cosas.Le ponemos precio a los bienes, a las personas incluso. También los futbolistas tienen su precio. Algunos valen poco, otros mucho. A veces el precio no se pone por el valor de lo que se vende, sino por el poder adquisitivo de quien está dispuesto a adquirirlo. Tienes mucho, puedes pagar mucho. Si hay mucha oferta, el precio baja. Es difícil saber el valor real de las cosas. Se convierte en algo subjetivo, cambiante. El famoso valor de mercado le pone precio a las cosas, a la vida misma. En esta época de crisis todo vale mucho y tenemos poco para comprar. Pero todos caemos en el peligro del que nos hablaba el Papa Francisco: «El antiguo culto al becerro de oro ha encontrado una imagen nueva y despiadada en el fetichismo del dinero. Hoy no manda el hombre sino el dinero. ¡El dinero debe servir y no gobernar!». Nos hemos vuelto consumistas, esclavos. Compramos aunque no necesitemos. Deseamos poseer y la publicidad despierta el deseo de adquirir cosas nuevas. No compramos tesoros. Porque un tesoro no se pone a la venta, se guarda para siempre. Simplemente adquirimos cosas que luego podemos tirar para adquirir cosas nuevas. Compramos lo que nos es útil y lo que no resulta útil. A veces las personas valen por los bienes que poseen. O valen más si nos son útiles y necesarias en un determinado momento. En ocasiones deseamos adquirir algo y nos obsesionamos. Estamos dispuestos a pagar mucho, a endeudarnos. Deseamos una casa, un viaje, un sueño que puede hacerse realidad. Perdemos la razón y el sentido. Y si no alcanzamos lo que deseamos, nos desesperamos. Son tesoros pequeños, mínimos, intrascendentes. Todos ellos dejan nuestro anhelo de eternidad insatisfecho. Jesús nos habla del Reino oculto y hallado. Lo más valioso, aquello por lo que merece la pena darlo todo, es el verdadero tesoro en nuestra vida. Es la belleza escondida en el corazón. El tesoro, nuestro propio tesoro, ¿qué es lo que buscamos en la vida? ¿Qué perseguimos, qué anhelamos?

El tesoro te lo encuentras. Donde está tu tesoro allí está tu corazón. Descubrirlo y poseerlo se convierte en la máxima prioridad en nuestra vida. Aunque no siempre sabemos dónde buscar. Creemos que el tesoro está muy lejos de nosotros. Pero está cerca. Lo dejamos todo para poseerlo. Somos capaces de renunciar a otras cosas por el tesoro que hemos encontrado. Deseamos un tesoro que no está a la venta, que parece inalcanzable. Es el tesoro que encontramos cuando no lo buscamos, o a lo mejor nos sale al encuentro en medio de la búsqueda. Es un tesoro que nos cambia la vida para siempre. Una piedra preciosa que merece la pena. ¿Qué puede valer tanto como para que merezca la pena venderlo todo con tal de adquirirlo? Es el Reino de Dios, es ese amor de Dios que nos transforma, es su presencia viva y llena de esperanza. Sí. El tesoro escondido es Cristo. En nuestra vida se esconde como un tesoro y a veces pasamos de largo buscando otros tesoros sin valor. A lo mejor nos hace falta tener esa mirada que Dios tiene para distinguir lo que realmente vale la pena. Hace falta descansar más en el corazón de Dios para no vivir perdidos. Anclados en la tierra y anclados al mismo tiempo en el cielo. Queremos vivir entre los hombres y reposar en el corazón de Dios. Conocer la turbulencia de la vida, los conflictos, las injusticias, el dolor y la falta de paz y abrazar la esperanza de una vida plena. Mirar cara a cara la muerte y la vida, vivir confiados aunque hayamos visto de qué color se viste la traición. Acariciar el desamor casi sin saberlo pero creer siempre que merece la pena amar.Recoger heridos por el camino con alma de buen samaritano. Fracasar y volver a empezar, sin miedo, con esperanza. Mirar con ojos humanos la realidad con sus dificultades y alegrías, pero saber también caminar con una mirada divina. Saber ver debajo de la tierra, en lo invisible. No dejarse llevar por las modas, por las corrientes, por el valor de mercado. El tesoro en esta vida se encuentra escondido y no es evidente. Las personas sencillas lo captan con prontitud. Las que están acostumbradas a buscar cinco pies al gato no encuentran lo que buscan. Lo importante es no dejar nunca de buscar. El que anhela un tesoro para su vida es un buscador. Decía Khalil Gibran: «No me interesa saber a qué te dedicas. Quiero saber qué es lo que añoras y si te atreves a soñar o alcanzar lo que tu corazón ansía. No me interesa saber qué edad tienes. Quiero saber si te arriesgarás a parecer un loco por amor, por tus sueños, por la aventura de estar vivo». Ser buscador significa estar en camino. Significa no tenerlo todo claro y seguir caminando buscando el tesoro. Significa estar dispuestos a dejarnos hacer cada día, sin miedo. Ser buscador es ser peregrino. No un poseedor, sino un caminante. Sin todas las respuestas, con muchas preguntas. Anhelando un tesoro, siempre buscando.

El hallazgo del verdadero tesoro nos hace cambiar de vida. Abandonamos lo que poseíamos, nuestros bienes, lo que nos daba seguridad, para comprar lo que viene de Dios. Nos desprendemos para poseer el verdadero tesoro. El otro día leí un cuento que contaba Jorge Bucay sobre un tesoro escondido. Había en la ciudad de Cracovia un anciano piadoso que se llamaba Izy. Durante varias noches soñó que viajaba a Praga y llegaba hasta un puente sobre un río. Soñó que a un lado del río y debajo del puente se hallaba un frondoso árbol. Soñó que él mismo cavaba un pozo al lado del árbol y que de ese pozo sacaba un tesoro que le traía bienestar y tranquilidad para toda su vida. Después de pensarlo mucho se puso en camino a Praga. No había muchos ríos, ni muchos puentes. Así que rápidamente encontró el lugar que buscaba. Todo era igual que en su sueño: el río, el puente y, a un lado del río, el árbol debajo del cual debía cavar. Pero había allí soldados de guardia. Izy no se animaba a cavar mientras estuviera allí el soldado, así que acampó cerca del puente y esperó. A la segunda noche el soldado empezó a sospechar de ese hombre. Le preguntó y le contó la verdad. El guardia empezó a reírse a carcajadas. Y le dijo: «Hace tres años que yo sueño todas las noches que en la ciudad de Cracovia, debajo de la cocina de la casa de un viejo loco, de nombre Izy, hay un tesoro enterrado. Pero, ¿crees que estoy tan loco como para ir a comprobarlo?». Izy regresó a su casa muy animado. Necesitó la burla de un soldado sin fe para comprender la verdad. El tesoro estaba muy cerca. Al llegar cavó un pozo debajo de su propia cocina y encontró el tesoro que siempre había estado allí enterrado. A veces la vida es así. Buscamos fuera lo que tenemos dentro, lejos lo que está cerca. Deseamos encontrar un tesoro que está enterrado en nuestra alma. Deseamos hallar fuera a Dios, cuando vive en el corazón. ¡Qué poco tiempo invertimos en cavar en nuestra alma! En la vida vamos detrás de tesoros. Muchas veces creemos encontrar el tesoro que nos va a dar la tranquilidad para siempre. Nos aferramos a él con fuerza. No queremos perderlo. Nos da miedo quedarnos sin ese tesoro. Lo protegemos. A veces ese tesoro está fuera de nosotros y en la vida lo podemos perder. Cuando eso ocurre nos desesperamos. Es como si hubiéramos perdido el sentido de todo. Es duro perder y tener que comenzar de nuevo. Es duro dejar de poseer lo que nos daba tranquilidad. Hoy Jesús nos habla del Reino de Dios en nuestra vida, de ese tesoro que nada ni nadie nos podrá arrebatar nunca. Es ese el tesoro más importante. Perderemos otros tesoros, pero ese, el que encontramos excavando en el alma, siempre permanecerá y nos dará paz. Cada uno tiene su camino para encontrar su tesoro. Tiene su forma, su estilo para hacer realidad el Reino de Cristo en su vida. Cada uno tiene su pozo, su tesoro original. ¿Hemos descubierto ya nuestro propio tesoro, nuestro camino? ¿Hemos excavado hondo?

¿Qué significa venderlo todo? Significa estar dispuesto a cambiar de vida por amor. Cuando encontramos el tesoro que necesitamos, cuando descubrimos el sentido de nuestra vida, lo vendemos todo. No es igual tener el tesoro habiendo vendiendo antes todo lo que tengo, que conservarlo todo y además comprar ese tesoro con el dinero que me sobra. Sería un tesoro más. Pero en ese tesoro no estaría mi corazón. Quizás no vería el valor que tiene entre tantas otras cosas. Primero tengo que despojarme de mis cosas, entregar todo lo que soy, poner mi vida en juego, optar. Me tengo que vaciar y comenzar de nuevo. Tocar puertas, cavar sin ver. Tengo que vaciarme con la esperanza de saber que en lo profundo está mi tesoro. Tengo que arriesgarme vendiéndolo todo sin estar seguro de que el tesoro está ahí escondido. Confiando en que merecerá la pena vivir sin estar sujeto. Dejando el puerto seguro, porque el tesoro siempre está mar adentro, en lo profundo del campo, en lo alto de la montaña, en el camino de la vida cuando hemos andando largos trechos confiando en el amor de Dios. En la búsqueda encontraré. Aunque ahora no vea más que mi paso. Tenemos el mejor mapa del tesoro que es Cristo. Siguiéndole a Él lo encontraremos, recorriéndole a Él lo hallaremos. Es mi parte, ese paso que Dios necesita para poder actuar. Él pone en mi alma una intuición de dónde está mi tesoro. Hay cosas que sueño, que intuyo, que sé que me faltan. Dios pone en mí ese deseo de cielo y de vida en plenitud. Yo me pongo en camino. Decía San Juan Pablo II hace 25 años en el Monte del Gozo: «La palabra camino está muy relacionada con la idea de búsqueda. Es Dios quien nos busca. Él nos sale al encuentro». Nosotros buscamos, Él nos encuentra. Yo puedo vivir como antes, esperando a que el tesoro venga a mis manos, quejándome de lo que me falta en la vida, pidiéndole a Dios que me dé por fin eso que anhelo, eso que tienen otros y yo deseo, la paz, la alegría. Puedo quedarme quieto sin ponerme en camino, esperando a que calme mi sed de amor. O puedo salir de mí mismo, poner mi vida, mi alma, como prenda. Siempre merece la pena. El tesoro nos lo ha prometido Jesús a cada uno. Lo hallaré en mi alma, en la de los que amo, escondido en mi vida. Cuando lo tenga sabré que todo lo que vendí fue poco en comparación con lo que tengo. Es fácil entonces dejar nuestra vida anterior para iniciar un nuevo camino. Renunciamos y merece la pena.

Es el mismo camino que recorremos al sellar la alianza de amor con María en el Santuario. La transformación es lo que María realiza en nosotros cuando nos entregamos a Ella, lo vendemos todo y la dejamos llegar al corazón. María respeta nuestros tiempos y nos hace creer en el tesoro que llevamos escondido, en el don que Dios nos ha dado. En esa misión única que quiere que hagamos realidad con nuestra vida. Ella cree en todo lo que valemos. Sabe que somos una piedra preciosa. No se olvida de nosotros. Porque, aunque muchos se olviden de nosotros, María no se olvida. Gracias a su amor descubrimos el tesoro que está en nuestro interior y creemos en todo lo que podemos llegar a ser. Como decía San Juan Pablo II en la JMJ de 1989 en Santiago de Compostela: «Así encontraréis vuestro ser auténtico, que no lo garantiza el poseer, y descubriréis la experiencia interior de haber recibido un gran don». María nos ayuda a descubrir nuestro don. Nos educa, modela nuestro campo, nos ayuda a conocernos y a desear ser mejores. Estamos llamados a llevar un tesoro en vasijas de barro. Una persona comentaba: «Siempre me impresiona cómo a pesar de mi dejadez o pereza, de mi pequeñez, experimento el regalo de sentirme instrumento. María me da fuerzas, me transforma y usa de mí a pesar de todo. Aunque yo no la busque, ni sea capaz de volver la mirada hacia Ella». Es verdad. Llevamos el tesoro encontrado en la fragilidad de nuestra humanidad. Así los demás pueden palpar en nuestra debilidad la fortaleza de Dios, su poder, su riqueza. No brillamos nosotros, brilla Él en nosotros. Y, cuando nos olvidamos de esa verdad, acabamos creyendo que brillamos nosotros. Somos el cáliz que lleva la sangre de Cristo. El Sagrario que oculta lo más sagrado. Somos la apariencia humana que esconde un don precioso. Somos el campo que muchos pisan y sólo alguno se detiene a excavar lo que hay escondido en él. Sí. Somos un tesoro porque Cristo es nuestro tesoro. Tenemos lo más valioso para entregar. Somos valiosos, porque Dios nos ama tanto. Esa fe nos da fuerza para el camino. Además, el saber que el tesoro del Reino está enterrado en el campo, nos hace mirar con admiración y respeto todos los campos. Es Cristo el que me habla en aquella persona con la que me encuentro. Es un milagro ver así la vida. Llevamos un tesoro escondido en nuestro campo, en la apariencia de debilidad. Vamos mirando con respeto todos los campos, porque en ellos está lo más valioso, Dios mismo. El tesoro de nuestro corazón sale a la luz cuando amamos. Y sólo así descubrimos tesoros escondidos. Decía el P. Kentenich: «Si quieres ser amado, ama. Ama a manos llenas, entrégate a manos llenas. Porque si no lo haces así, ¿cómo entonces atraerás el amor de los demás hacia ti? Exigir amor es algo que cualquiera puede hacer. Tú, en cambio, ¡échate al agua!; si quieres ser amado, tienes que amar»[4]. Cuando nos lanzamos a amar vencemos barreras, rompemos los miedos, liberamos lo escondido. Sólo el que se sabe amado se libera, se relaja y deja que se vea el tesoro que lleva dentro. Nuestro tesoro, lo más valioso de nuestro corazón, lo que está más escondido en el océano de nuestra alma, sólo lo entregamos cuando el amor abre la puerta de nuestra vida. Al ser rechazados, ocultamos el tesoro. Cuando somos amados vencemos los miedos y dejamos entrar al que nos ama. En ese ambiente de admiración y respeto damos lo que tenemos, sacamos lo mejor, creamos las mejores obras de arte, pensamos las mejores palabras, escribimos los sueños mejor pintados. El amor es la llave del corazón. La llave del tesoro escondido.

 

 

[1] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III
[2] J. Kentenich, Conferencia para las Hermanas de María, 6 de abril de 1946
[3] J. Kentenich, Jornada de Delegados de la Familia de Schoenstatt, 16 al 20 de octubre de 1950
[4] J. Kentenich, Homilía para la comunidad alemana Milwaukee, EE.UU., 28 de abril de 1963