El corazón, el centro de la persona, su motor, su afecto y su voluntad, puede adquirir una nueva forma, más nueva y amplia, más universal, si es católico.

Un corazón católico integra a todos en sí, abraza a todos y huye de lo que signifique cerrazón.



Un corazón católico mira más allá de sí mismo y ve a los demás, siente sus problemas, gozos, angustias y esperanzas.

Un corazón católico se dilata y se ensancha aprendiendo a amar más y mejor.

Un corazón católico edifica pensando en todos, valora lo de los demás, no ve su propio camino como exclusivo y obligatorio para todos, sino que respeta y potencia todo lo que sea eclesial.


Un corazón católico respira holgadamente al considerar la Comunión de los santos, se siente parte viva, recibe de los demás gracias y entrega, ofreciendo, lo suyo.

Un corazón católico supera la estrechez de miras, el provincianismo, la pastoral de campanario (sólo lo mío más inmediato) y vibra con todo lo que sea Iglesia.

Un corazón católico crea espacios de comunión para los demás, sus hermanos, y sabe que "el otro me pertenece", no es un extraño.

Un corazón católico se siente solidario y partícipe del Corazón de Cristo y su mirada redentora al mundo.

Un corazón católico ha entendido bien lo que son los vastos espacios de la caridad y quiere en todo amar y servir como Jesucristo.

Un corazón católico, amando la unidad, valora lo diverso y lo distinto, considerando la pluriforme riqueza de la Iglesia.

Un corazón católico se nutre de la Eucaristía santa, uniéndose a los ángeles, a los santos, a sus hermanos en todos los pueblos, y ahí se ensancha en caridad sobrenatural, en fe y en esperanza.

La catolicidad es un sello que marca definitivamente en eclesialidad, en apertura, en integración de lo diverso, en pluralidad convergente en unidad.

"Cuanto más abierto tenga el cristiano su corazón a las necesidades ajenas; 
cuanto más le absorba la causa de Cristo, con las miras puestas en la salvación de todos y en el bien común, sin encasillarse en sí mismo; 
cuanto más universalmente acoja en su plegaria a la humanidad entera y, en particular, a los más desechados; 
cuanto más se ofrezca a sí mismo a Dios y ponga a su disposición su propia vida y, en caso necesario, la muerte, 
tanto más fecundo será el cristiano en el reino de la gracia, 
tanto más fruto recolectarán de su árbol Dios y la Iglesia y los hombres,
tanto más espaciosa y accesible a todos será su existencia. 
El cristiano puede entonces hacerse a las dimensiones de la Iglesia, identificarse con sus intenciones, convertirse, como dicen los Padres, en ´hombre de Iglesia´, en ´anima ecclesiastica´" (VON BALTHASAR, H.U., Puntos centrales de la fe, BAC, Madrid 1985, p. 239).