Continuamos con las reflexiones o ideas sueltas que me han ido brotando al tener que impartir Patrología por primera vez y no será la última.
 
La primera idea era el tiempo dedicado a escribir con mirada de futuro, con una visión a largo plazo, que tanto fruto ha dado.




            2) Es llamativo el interés de los Padres de la Iglesia por la predicación, siendo ésta amplia, reposada, honda.
 
            Una homilía o sermón patrístico puede muy bien rondar casi una hora, con el concurso general de los fieles que se mostraban muy receptivos y expresivos con lo que oían (me remito a A. Olivar, La predicación cristiana antigua). Ciertamente, era una cultura oral durante muchos siglos, donde los oyentes se deleitaban en un buen orador, y ahora eso no se da ni de lejos. Pero es un tiempo amplio de exposición homilética.
 
            Se ve, además, cómo los Padres preparan sus sermones o al hilo del año litúrgico o, sobre todo, siguiendo de manera continuada el comentario a algún libro bíblico que la liturgia proponía o que el propio obispo marcaba que se leyera durante un cierto tiempo. Ahondaba en cada sección, en cada capítulo y hasta en cada versículo. Lo agotaba. Sacaba primero su interpretación literal –qué dice en sí y porqué lo dice-, pasaba a la lectura moral, sugiriendo cómo vivir cristianamente a la luz de lo escuchado, para terminar con la interpretación espiritual, donde se descubría a Cristo, la Iglesia, la vida eterna, y una profunda mística de unión con el Señor.
 
 

            La homilía exponía grandes misterios, principios trinitarios o fórmulas cristológicas, etc., lo que suponía una preparación exigente por parte del predicador: ni improvisaba, ni salía al paso, ni reducía la predicación homilética a tres consignas melosas o fáciles para ganarse al auditorio. Era una auténtica exposición dogmática, o moral, o espiritual, y con gran nivel además; procuraban no ir rebajando de modo que los oyentes se esforzasen cada vez menos y no aprendieran nada; sino que luchaban por elevar el nivel de los oyentes cada vez más, fascinándolos con el arte de la palabra, pero en tensión para que asimilaran los contenidos cristianos cada vez mejor. La “formación permanente” del pueblo cristiano era siempre mediante la homilía.
 
            Todo esto contrasta en exceso con la práctica habitual hoy, donde solo se busca brevedad, y, además, se reduce el contenido a una o dos consignas, de corte moralizante, sin apenas exponer los misterios de la fe, ni ofrecer tampoco un comentario reposado y continuo a un libro bíblico.
 
 
 
            3) Llama poderosamente la atención cómo, al servicio de la fe cristiana, los Padres de la Iglesia, unos más y otros menos, pero todos de una manera u otra, emplean los recursos de la cultura de su tiempo, de otras ciencias, los conocimientos jurídicos, médicos, retóricos, etc. Todo lo ponían al servicio de la transmisión y comprensión de la fe cristiana.
 
            Entre esos recursos, está la filosofía. Los Padres, fieles a Cristo, el Logos, saben que la fe si bien no es racional (ni racionalista), sí en cambio es profundamente razonable. La filosofía y el uso de la razón son buenos y complementarios a la fe, como ayudas para elevarse a la verdad, las “dos alas” para la contemplación de la verdad, como decía Juan Pablo II en la Fides et Ratio, número 1.
 
            El pensamiento, la razón, la filosofía, entran en juego y se ponen al servicio de la fe, porque, si se rechazaran absolutamente, se caería de inmediato en el fideísmo y a la exigencia de “crucificar la razón”. Nada más anticristiano, nada más desnaturalizado que “crucificar la razón”.
 
Los Padres usan la razón guiada por la fe; piensan, reflexionan, razonan, emplean la filosofía, los filósofos y sus diferentes escuelas. Ellos se sorprenderían de un cristianismo irracional; reprobarían un cristianismo que se negarse a usar la razón porque –señalaba san Justino y tantos otros- la razón humana es una participación en el Logos divino.
 
Por eso, leer, formarse, reflexionar, tener en cuenta el pensamiento contemporáneo, buscar categorías de pensamiento aptas para razonar el cristianismo y mostrarlo así, razonable, a los hombres, es tarea siempre necesaria. El desprecio de la razón es desprecio al Verbo.
 
El luteranismo –y todas sus ramas y hasta sus infiltraciones en terreno católico- quiere escoger “o fe o razón”, arguyendo que la razón está corrupta. Pero la señal católica es siempre “fe y razón”, como se titula la encíclica antes citada de Juan Pablo II. La fe y la razón jamás se contraponen, nunca son enemigas. “Crucificar la razón” es una expresión que atenta contra el hombre creado a imagen de Dios con memoria, inteligencia (que tendrá entonces que usar) y voluntad.