Un aspecto hermosísimo del Corazón de Dios es su ternura con sus hijos. A los que ve sufrir, a los que ve solos, angustiados, Dios se acerca, los acaricia, los consuela internamente.
 
 
Dios es Dios de consuelo y esperanza. Lo que significa que Dios ama con pasión a sus hijos, y el dolor de éstos, del tipo que sea, no le es indiferente.
 
El consuelo de Dios es sobreabundante, como inmenso en su amor. Lo vemos en el hecho mismo de la Encarnación del Verbo, próximo a esta humanidad, para consolarla. Lo vemos, más aún, en la compasión divina. Padece con el hombre, cargando sobre él el dolor del hombre. Así los salmos cantan que "el Señor es compasivo y misericordioso" y su rostro más concreto, el de Jesucristo, comunican el consuelo de Dios hasta el punto de compadecerse por nosotros.
 
 
Cristo consuela y seca las lágrimas de los que lloran, ayer y hoy.
 
"No es un Dios que, en el mejor de los casos, tiene compasión desde el cielo de sus pobres criaturas, sino un Dios que en su Hijo comparte los sufrimientos, confusiones e incertidumbres de los hombres y, más aún, les confiere un sentido de amor y de transfiguración, por crueles y angustiosos que resulten...
 
Si, pues, el sufrimiento sigue inexplicado, al menos se vierte aceite y vino en las heridas, y hay Uno que asume la responsabilidad y se preocupa de las víctimas de los salteadores. ´Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, porque yo os aliviaré´. Tiene que estar ya muy arriba quien pronuncia semejantes palabras y tiene que haberse abajado mucho, si no es un charlatán o un prestidigitador de palabras. Y como manifiestamente se conjugan en él las alturas y el abajamiento, Cristo sigue alumbrando" (VON BALTHASAR, H. U., Puntos centrales de la fe, BAC, Madrid 1985, p. 110).
 
Dios sigue consolando internamente. 
 
Con su consuelo sobreabundante, incluso podremos consolar a los demás en nuestras aflicciones.