La penitencia es una virtud por la cual reparamos nuestros pecados (y los de los demás) ante Dios, ofrecemos un sacrificio de alabanza al Señor y crecemos en el dominio de nuestra carnalidad.
 
¿Pasada de moda? ¡No! Urgente y actual: la penitencia sigue siendo necesaria aun cuando el clima hedonista rechaza cualquier penitencia y cuando, incluso, hemos convertido la penitencia en mero sentimiento interior, privado de actos concretos que expresen y refuercen la virtud interior.
 
 
La penitencia doma al hombre viejo que tantas veces resurge con fuerza en nosotros, y hace crecer al hombre nuevo. Este es el tiempo de la gran penitencia eclesial: los hijos de la Iglesia practican la penitencia en un ejercicio constante y avanzan en la vida cristiana para llegar a la Pascua. Es la gimnasia del alma, la ascesis interior, manifestada en miles de elementos que convergen: ayuno, oración, limosna, caridad, postración, pequeños sacrificios, rezo prolongado, recogimiento, ausencia de diversiones exteriores...
 
Todo este conjunto, no lo dudemos, no lo olvidemos, está vigente, es actual, necesario, purificador. Aun cuando apenas se oiga hablar ni predicar ni catequizar, la penitencia es, también, un signo de vida cristiana que se purifica y crece para el Misterio pascual.
 
 
 
                "Por la gracia del Señor, nos encontramos aquí este año al comienzo del largo período penitencial que la Iglesia antepone a la celebración del Misterio pascual. Todos somos conscientes de los motivos espirituales y ascéticos que nos traen aquí para iniciar el camino de la santa cuaresma.
 
 
                Un camino de penitencia. Llegados a esta conclusión y, creemos, a su correspondiente propósito, surgen en la mente de todos una duda muy fácil, una pregunta casi espontánea: ¿Qué queda hoy de la penitencia en la disciplina y en el espíritu de la Iglesia?
 

               Se han hecho reducciones, simplificaciones, se han concedido dispensas, y parece que del árbol frondoso que todavía daba sus frutos y su sombra desde los más remotos tiempos, y precisamente en los santos y sugestivos lugares en que nos encontramos, no quedan más que pobres ramas mondas de auténtica penitencia. La observación no contradice el hecho de que seamos indulgentes y estemos razonablemente convencidos de la necesidad de ser compasivos con nuestra pobre vida humana, tan fatigada por muchas vicisitudes, bastante débil por constitución, incapaz de sostener las disciplinas ascéticas de otros tiempos.
 
 
                De aquí algunas teorías que hablan del respeto no sólo a la persona considerada en abstracto, sino a la vida humana tal cual es; por ello, en lugar de agravarla con prácticas que pueden hacer más triste y difícil su existencia, será necesario, se dice, aligerar sus pesos y hacer fácil, cómoda y placentera, si fuera posible, su existencia en la tierra.
 
 
Es necesario llevar la cruz
 
                A esta visión materialista, bastante difundida y corriente, se suma otra, la que nos hace considerar al cristianismo bajo el aspecto grave, severo, exigente que tantas veces, y con razón, por los  demás se nos ha expuesto y auténticamente presentado, siendo así que el cristianismo se nos debe presentar como es: lleno de belleza, de atractivos, de felicidad, ya que es nuestro deber traducirlo en aumento de vida y de gozo, acogiendo las riquezas que la mano de Dios ha difundido en nuestro derredor. Esto es lo que tenemos que ver en el cristianismo, y no una disciplina que mortifica y castiga la vida humana.
 
 
                Por tanto, siguiendo plenamente las referidas mentalidades, ¿habría que reducir todo a pequeños preceptos de salvaguarda o de higiene para conseguir un completo bienestar y evitar los más pequeños perjuicios?
 
 
                Pues bien, en este momento, en este acto de piedad y meditación que estamos realizando aquí, que no es solamente un recuerdo arcaico de tiempos antiguos, antes al contrario, una profesión de vida actual, moderna, venimos a encontrar de nuevo respuesta a la pregunta inicial: ¿qué queda de la penitencia cristiana? La primera verdad –y nadie con el Evangelio en la mano podría contradecirla- es la siguiente: sigue vigente la necesidad de la penitencia, no se puede aminorar la penitencia. Las palabras de Cristo están ahí proclamando: “si no hacéis penitencia, todos pereceréis”. Y lo dice dos veces el evangelio de San Lucas, que de ordinario prefiere registrar las efusiones misericordiosas de Cristo. Es necesario hacer penitencia.
 
 
                Cualquiera, desde esta certísima premisa, podrá proseguir, por su cuenta y seleccionar el Evangelio, en todo el Nuevo Testamento, los demás textos que confirman, con gravedad que no admite discusiones ni reducciones: que es preciso llevar la cruz. Nos podemos seguir preguntando: ¿qué queda de la penitencia?
 
Profunda transformación interior
 
                Su necesidad. Está documentada en las dos fuentes que los estudiosos, los maestros del espíritu nos recuerdan. Ante todo, la penitencia es un correctivo de nuestra manera de vivir. Lo sabemos bien, nuestra naturaleza no es perfecta; no funciona bien, supone un gasto profundo interior que es preciso reparar, y por ello quienes mantienen la apología de la inmediatez de la acción y de algunos comportamientos, de la bondad sustancial de la vida humana son profetas de ilusiones y muchas veces de desilusiones, pues precisamente el desarrollo y funcionamiento de nuestra vida, abandonada a sí misma, sin estos correctivos y esta disciplina que sitúa en el espacio, como hoy se dice, la expresión de toda nuestra actividad, la vida no sería buena y consiguientemente, en realidad, no sería ni mucho menos feliz.
 
 
 
                Hay además otro título que revalida la necesidad de la penitencia: la reparación. Hemos pecado, tenemos deudas. Puesto que existe un orden objetivo de justicia y Dios justo nos propone una ley, una ley de amor, exigente, comprometedora, es necesario darle cuentas al Señor. Son cuentas precisas, requieren por nuestra parte toda posible reparación. Por tanto, es necesario volver a la disciplina que pretende aceptar la justicia divina y nos hace inclinarnos ante Dios, dispuestos a recibir cualquier castigo para ahorrarnos mayores penas.
 
 
                Por tanto, sigue vigente la penitencia, y al mismo tiempo, sigue siendo práctica otra cosa que nos habla a cada uno de nosotros en el corazón. Lo decimos siempre que queremos escapar a los rigores de las penitencias antiguas: es el espíritu de penitencia, es el que nos recomienda la Iglesia. De preguntar a los estudiosos en qué consiste éste, escucharíamos que su principal elemento es la “metanoia”, un cambio interior. ¿Qué es más fácil: un cambio exterior o interior? ¿Es más fácil, por ejemplo, renunciar a algo que rodea nuestra vida por fuera que transformar el corazón, nuestros pensamientos, los instintos, las ideas, ese tesoro interior que cada uno guarda obstinadamente en sus adentros y dice: yo soy así, éstos son mis principios, mi modo de pensar, mi educación y –la gran palabra- mi personalidad?
 
La necesidad de la reparación
 
                La Iglesia, presurosa y solícita, nos amonesta: ahí es donde has de poner tu atención y dirigir tu esfuerzo. En verdad, es preciso renovar el espíritu. La penitencia no es una regresión en la vida y en la pedagogía moderna; al contrario, es un progreso, pues resulta más interior, y es más exigente con respecto a la reflexión sobre uno mismo, a la elaboración de la propia personalidad para hacerla cual debe ser: cristiana. Pero dado que la esencia del cristianismo es la caridad, cada uno de nosotros debe afrontar la renuncia, los sacrificios, la abnegación, la perseverancia que exige la caridad hasta conseguir una cierta forma de abdicación de nosotros mismos, de nuestro yo. Es necesario morir interiormente si se quiere renacer; es necesario tener el coraje de la humildad total, del trabajo interior, de acusarnos a nosotros y no a los demás, y no excusarse con las circunstancias. Es necesario reconocer plenamente: soy débil, ilógico, he sido malo y he cometido un desvarío que debo deplorar en mi conciencia, ante Dios, y si es preciso, ante la Iglesia, diciendo sinceramente: “mea culpa”.
 
La oración y la caridad
 
                El espíritu de penitencia, he ahí el fundamento. Sobreviven además algunas prácticas externas que más que nada son el símbolo veraz del compromiso de renovación interior. Hoy, Miércoles de Ceniza, la Iglesia nos ordena la abstinencia y el ayuno como para indicar la renuncia y demostrar que somos dueños de nosotros mismos, que el espíritu ha vencido todo instinto incontrolado de nuestra compleja naturaleza.
 
 
                Queda luego la gran penitencia, la elevación de nuestra alma a Dios, la oración. Esta forma de obligación espiritual también la creemos fácil, pues la oración nos resulta familiar, llena nuestros días, nuestros horarios. Pero es necesario orar bien; dirigirnos a Dios con amor y humildad, con sentido religioso pleno y profundo, con el deseo sincero de llegar al maravilloso diálogo, a hablar al Señor; ejercicio para quien lo conoce, muy difícil. Los santos empleaban varias horas para conseguir algún instante del sublime contacto con Dios.
 
 
                Por tanto, la Iglesia nos recomienda que al menos hagamos esta penitencia; nos exhorta a educar el espíritu en el lenguaje religioso, a seguir las grandes, bellas y clásicas oraciones que nos ofrece la liturgia, y sobre todo a tratar de hacernos con su espíritu para entrenar nuestras expresiones interiores en la gran epopeya, en la excelsa poesía del alma, constituida precisamente por el ciclo litúrgico cuaresmal.
 
 
                Y finalmente, siempre entre las obras de penitencia, hoy la Iglesia prescribe el ejercicio de la caridad. También muy hermoso, que ya ha entrado en nuestras costumbres y, bajo diversos aspectos, se le tiene como fácil, especialmente en la realización de obras de misericordia, formas prácticas del ejercicio de la caridad. Pero mirando más de cerca estas prácticas nos podemos encontrar con algunas sorpresas: ¿Es fácil perdonar una ofensa? ¡Cuántas reacciones se advierten y se multiplican a propósito del perdón necesario, especialmente cuando el orgullo exige reparación o exponer y explicar al prójimo las razones propias!
 
 
                Igualmente qué difícil es, en la caridad material, privarse de algo apreciado, útil, quizá necesario; hacer una limosna que haga conmover realmente nuestros ahorros, nuestro peculio. Se da gustosamente lo superfluo, lo que no cuesta nada. La verdadera caridad, en cambio, propone dar algo de lo que cuesta, de lo que nos parece indispensable. Esta es la norma sabia que puede abrir horizontes inexplorados" 


(Pablo VI, Hom. Miércoles de ceniza, 8-febrero-1967).