Ya tenemos aquí el periodo vacacional. Los estudiantes, de todos los niveles, han terminado clases y exámenes, y la mayoría de trabajadores tendrán semanas de descanso repartidas entre julio y agosto. A muchos de ellos se les podría aplicar la famosa frase del anuncio del turrón: “llevan un año esperándolo”. Quién más y quién menos, cada uno según sus posibilidades, buscará unos días para desconectar, para descansar, para “perderse del mundo”. Los más afortunados, aquellos que puedan hospedarse en un hotel, tendrán incluso la posibilidad de “aparcar” a sus hijos, en hoteles con ambientación infantil, donde se les deja por la mañana con unos desconocidos y se les recoge por la noche para acostarlos; ¿no nos quejamos de que el “quehacer” diario no nos permite pasar tiempo con ellos? Ah, ya, es que cualquiera los aguanta todo el día en verano, en MIS vacaciones.

Total, que habrá quien gaste una fortuna en irse, buscando “encontrarse”, en paradisíacas playas de cristalinas aguas, en sesiones de spa, en largas horas de tumbona, en perdidas montañas bajo el canto de ruiseñores, o en exóticos países tras largas horas de avión, donde podrán descubrir que hasta el último mono del último “chambao” del último mercadillo ambulante habla inglés mejor que nosotros. Y después de estas increíbles experiencias, una vez reconectados con nuestra paz interior, alcanzado el karma y estrujada la cartera, estaremos en condiciones de retomar nuestra vuelta al trabajo diciendo, con razón, que sufrimos de estrés postvacacional. Ya se sabe, la gloria es efímera…

Para los que no alcancen estos niveles, siempre quedarán los excesos de discotecas o terrazas de verano, que por mucho que se paralicen las ciudades, no faltarán sitios donde correrse una buena juerga, y conseguir que el verano sea memorable. La cuestión es conseguir que no sea un verano perdido, y tener batallitas que contar a nuestro regreso.

Estas eran algunas de las ideas que ayer me venían a la mente durante una oración de adoración. En mitad de una bulliciosa ciudad, llena de gente deseosa de disfrutar la apacible noche de un sábado de julio, en un templo rodeado de música de baile, de ruidos, de terrazas de tapeo, de comercios abiertos hasta altas horas, y hasta de algún figurante callejero que busca unas monedas disfrazado de muerte (guadaña incluida), se exponía al Santísimo; los asistentes orábamos, y teníamos la posibilidad de confesar con varios sacerdotes allí presentes. Una hora de oración, de adoración y de perdón. Sesenta minutos, suficientes para cambiar una vida para siempre. Una experiencia única. Es, en definitiva, la oportunidad de recibir gratis aquello que tantos buscarán en este tiempo de vacaciones; en una dosis intensiva, en sólo un ratito, sin irse al otro extremo del mundo, sin ni siquiera mojarse los pies en la playa. Toda la carga de nuestra vida liberada en el perdón administrado por un sacerdote; toda la necesidad de amor, de paz, de sentirnos llenos, saciada ante la presencia de un trozo de pan, en el que se encarna Dios mismo. No habrá lugar del mundo en que pueda contemplarse semejante espectáculo,  misterio de tal categoría. No habrá paisaje más bello, ni masaje para nuestro cuerpo que se asemeje a esta caricia de nuestro corazón. Por ello, al igual que se invitaba por la calle a la gente a entrar al templo y vivir esta experiencia, yo te animo a experimentarla, más que nunca en este tiempo donde se huye de todo y de todos. El Señor espera en multitud de sagrarios, sin irse de vacaciones. Puedes acudir sin reserva previa; no encontrarás colas. Y tendrás, completamente gratis, un Todo Incluido: beberás del agua con la que nunca más tendrás sed, y comerás del pan con el que tendrás vida eterna. ¿Algún buffet lo supera?