El Adviento educa nuestro deseo, purificándolo, reorientándolo hacia Cristo y acrecentándolo, de forma que todo nuestro deseo sea Cristo y Cristo el único capaz de colmarlo.
 
            Ese deseo de Cristo alienta nuestros pasos, se expresa en oración, lleva el corazón a una esperanza renovada. ¡Cristo lo es todo!
 
            Durante el tiempo de Adviento, tiempo de preparación, expresamos ese deseo que está siempre sostenido por la esperanza y lleno de amor a Él.
 
            La necesidad de salvación la experimentan todos, aunque no todos la reconozcan o la identifiquen en ellos mismos: “con tu bondad y tu inmensa compasión, ven, Señor, en ayuda de todos y sal al encuentro de los que te desean aun sin saberlo” (Vier I). Si permanecemos en el amor, desearemos a Cristo y su venida con gozo y paz: “por tu Espíritu consérvanos en el amor, para que podamos recibir la misericordia de tu Hijo que se acerca” (Sab I).
 
            “Tú que por la Iglesia nos anuncias el gozo de tu venida, concédenos también el deseo de recibirte” (Lunes II); ese deseo de Cristo es ardiente, por lo que suplicamos constantemente su venida. Esperamos a quien amamos y el amor tiende a la unión, no sufre la separación ni la distancia: “Enciende nuestros corazones en tu amor, para que deseemos ardientemente tu venida y anhelemos vivir íntimamente unidos a ti” (Mart II).
 
            Gozo y deseo del corazón, se desea a Cristo: “Nuestra gloria, oh Cristo, es alabarte, visítanos, pues, con tu salvación” (Mierc II) porque así viviremos gozosos alabándole, si Él se digna visitarnos con su gracia, su misericordia y su salvación. Es la tierra entera la que experimenta tal deseo de la Presencia del Salvador: “Que la tierra entera, que se alegra por la venida de tu Hijo, experimente más aún el júbilo de poseerte plenamente” (Juev I).
 
 

 
            ¡Y la Santidad junto al deseo de Cristo!
 
 
            Sabiendo, y enteramente reconociendo, que hemos sido elegidos “antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1,4), ya vivimos en el día a día la santidad cristiana mientras aguardamos la gloria Venida de nuestro Salvador.
 
            Pero como la santidad ni es impecabilidad ni voluntarismo ni radica en la mera voluntad y esfuerzo, sino que es don y gracia, participación gratuita en la santidad de Cristo, la santidad se suplica en oración.
 
            Tomando el texto paulino de 1Ts 5,23, se reza confiadamente: “Santifica, Señor, todo nuestro espíritu, alma y cuerpo, y guárdanos sin reproche hasta el día de la venida de tu Hijo” (Dom I); vivir santamente el día, cada día, es una gracia: “haz que durante este día caminemos en santidad” (Dom I).
 
            La santidad es revestirse de Jesucristo, completamente, sin fisuras (cf. Rm 13,13), siendo así hombres nuevos: “ayúdanos a vestirnos del Señor Jesucristo y a llenarnos del Espíritu Santo” (Dom I). Es Dios quien nos santifica y con su gracia nos hace vivir santamente: “Tú que eres la fuente de toda santidad, consérvanos santos y sin tacha hasta el día de tu venida” (Juev I); “Tú que llamas y santificas a los que eliges…” (Vier I). Esa santidad, como incienso perfumado, buen olor de Cristo, es una vida nueva: “Señor Jesucristo, que nos has llamado al reino de tu luz, haz que nuestra vida sea agradable a Dios Padre” (Juev I).
 
            Dios mismo comunica su santidad, la custodia en nosotros con sus gracias constantes, dirige nuestros pasos por el camino de la santidad: “Inclina, oh Dios, el corazón de los hombres a tu palabra y afianza la santidad de tus fieles” (Sab I). También nuestra plegaria incluye la petición por la santidad de la Iglesia, para que esté santamente embellecida para cuando venga Cristo, su Esposo, y se realicen las bodas del Cordero (cf. Ap 19,7): “Oh Dios que prometiste a tu pueblo un vástago que haría justicia, vela por la santidad de tu Iglesia” (Sab I).