Una catequesis más sobre la fe debería encender nuestro espíritu y favorecer el conocimiento, la inteligencia, del misterio cristiano, así seremos educados y permanecerá constante nuestro aprendizaje de la vida cristiana.
 
Pero, ¿qué caracteriza la vida cristiana?, ¿cuál sería lo específico o un dato relevante, una característica permanente? La unión entre la fe y la vida, entre lo que se cree y lo que se vive. Es la armonía de la persona, la unidad de vida, sin disgregaciones, ni compartimentos estancos, tan propios de la antropología secularista.
 
 
La fe alojada o identificada acríticamente con el sentimiento, no puede realmente incidir en la vida; o identificada con la ética de los valores, dejará a la vida concreta al vaivén de los voceros de turno, sin convertir al hombre en "bueno", sin transformarlo; la fe reducida a una práctica de ritos, asistiendo muda y pasivamente, será un cumplimiento formal y externo, pero no santificador, renovando al hombre desde dentro.
 
La fe y la vida van unidas en la medida en que entendamos bien la amplitud e incidencia de lo que es la verdadera fe. Conocemos, y nos lo han dicho muchas veces, la indisolubilidad de este binomio que la secularización quiere divorciar, pero demos un paso más: ¿quién o qué orienta los pasos de una fe vivida e íntegra? O lo que es lo mismo, ¿cómo dirigirnos en la vida para que la fe se haga vida y la vida esté informada (: tenga la forma) de la fe?
 
Todo y siempre, a la luz de la Palabra. El creyente es el hombre que oye la Palabra, la recibe, se deja modelar y obedece; por la fe escucha la Palabra y le da su asentimiento y se pone en marcha en dirección allí donde la Palabra le ha trazado el camino. Son consecuencias vitales encerradas en la profesión de fe, en el hecho de pronunciar el Credo, el Símbolo.
 
 
Tomemos la palabra de la Iglesia, su enseñanza magisterial, para que seamos catequizados hoy por Pablo VI sobre las consecuencias de la profesión de fe, la unión entre la fe y la vida y la luz de la Palabra.
 
"Todo esto nos recuerda que una profesión compendiada de las verdades de la fe exige después un estudio, un desarrollo, una profundización; éste es el deber de todos los creyentes, y todos aquellos que saben pasar de las fórmulas catequísticas a la exposición más completa y más orgánica de las verdades de la fe, de las palabras áridas al desarrollo doctrinal, y mejor todavía, de las expresiones verbales a una cierta inteligencia real de las mismas verdades, experimentan a la vez una satisfacción y cierta turbación: el gozo de la riqueza y de la belleza de las verdades religiosas, y la impresión de su profundidad y de su amplitud, que nuestra mente sabe vislumbrar, pero no medir: éstas es la experiencia más grande que nuestro pensamiento puede realizar. Ésta es también la tarea de los maestros, de los teólogos, de los predicadores, a quienes este momento histórico de la Iglesia brinda una estupenda misión: la de penetrar, purificar, expresar las fórmulas de la fe con palabras nuevas, bellas, originales, vividas, comprensibles; los siempre idénticos e inmutables tesoros de la revelación, "con la misma doctrina, con el mismo sentido, con el mismo pensamiento", como dijo el Concilio Vaticano I (cf. Vicente Ler., "Conmonitorium", 28; PL 50, 668, y Con. Vat. I, "De fide cath.", VI, en Alberigo, etc. Conc. Occ. decreta, pág. 785).
 
Ahora se puede decir que vuelve a comenzar un trabajo, una tarea que sucede a la afirmación de la fe que el año recién concluido nos ha dado la feliz oportunidad de pronunciar. Debemos entregarnos todos a un estudio serio de nuestra religión, y esperamos que en todos los países tenga lugar un nuevo y original florecimiento de literatura religiosa.
 
Coherencia entre la vida y la fe
 
Señalemos otra consecuencia que se desprende de una profesión de la fe, y es la coherencia de la vida con la misma fe. Nunca daremos suficiente importancia a esta coherencia entre la fe y la vida. No basta conocer la Palabra de Dios, es necesario vivirla. Conocer la fe y no aplicarla a la vida sería una grave falta de lógica, sería una seria responsabilidad. La fe es un principio de vida sobrenatural y a la vez un principio de vida moral. La vida cristiana nace de la fe, participa de la incipiente comunión que ésta establece entre Dios y nosotros, hace circular su infinito y misterioso pensamiento por el nuestro, nos dispone para aquella comunión vital que une nuestra existencia creada con el Ser increado e infinito, que es Dios, y al mismo tiempo introduce en nuestro pensar y en nuestro actuar un compromiso, un criterio espiritual y moral, un elemento que califica nuestra conducta: nos hace cristianos. Debemos recordar siempre la conocida fórmula del apóstol: El Justo vive de la fe, el cristiano, podemos traducir, vive de la fe (Rm 1,17; Gal 3,11; Hb 10, 38).
 
La fe conforma la vida
 
Nos interesa ahora este aspecto de la vida religiosa. ¿Cómo conseguiremos conformar nuestra vida práctica a nuestra fe? ¿Cuál es la vocación del fiel hoy, cuando quiera tomarse en serio las consecuencias de su propio credo? Todos recordaremos cómo el reciente Concilio ha proclamado que "todos los fieles de cualquier estado o condición están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad", y añade: "es en la sociedad terrena esta santidad promueve un tenor de vida más humano" (Lumen gentium, n. 40).
 
Esta afirmación conciliar sobre la vocación de todos y cada uno a la santidad, correspondiente "a los varios géneros de vida y a las diversas profesiones de cada uno", es de capital importancia: "Cada uno -prosigue el Concilio-, según los propios dones y oficios, debe avanzar sin demora por las vías de la fe viva, que enciende la esperanza y actúa por medio de la caridad" (ib., n. 41). Por eso debería desaparecer el cristiano que descuida los deberes de su elevación a hijo de Dios y hermano de Cristo, a miembro de la Iglesia. La mediocridad, la infidelidad, la inconstancia, la incoherencia, la hipocresía deberían desaparecer de la figura, de la tipología del creyente moderno. Una generación empapada de santidad debería caracterizar nuestro tiempo. No sólo debemos buscar el santo singular y excepcional, sino que debemos crear y promover una santidad de pueblo, exactamente como, desde los primeros albores del cristianismo, quería San Pedro, escribiendo sus conocidas palabras: "Vosotros sois una raza escogida, un sacerdocio real, una gente santa, un pueblo redimido... Vosotros, que en un tiempo erais no pueblo, pero ahora sois pueblo de Dios" (1P 2, 9-10).
 
 
 
La santidad no es una fantasía hoy
 
Reflexionemos bien. ¿Es posible alcanzar semejante meta? ¿No nos encontramos en el mundo de los sueños? ¿Cómo puede un hombre común de nuestro tiempo conformar su propia vida con un ideal auténtico de santidad y modelarla sobre las exigencias honestas y legítimas de la vida moderna? Hoy, además, cuando todo se discute, cuando no se quieren recibir de la tradición las normas que orienten a la nueva generación, cuando la transformación de las costumbres es tan fuerte y evidente, cuando la vida social absorbe y arrolla la personalidad de cada uno, cuando todo está secularizado y desacralizado, cuando nadie sabe ya cuál es el orden constituido y el que hay que constituir, cuando todo se ha convertido en problema y cuando no se acepta que ninguna autoridad moral sugiera soluciones razonables enmarcadas en el área de la contrastada experiencia histórica. No podemos cerrar los ojos a la verdad ideológica y social que nos rodea; por el contrario, haremos bien en mirarla de frente con valiente serenidad. Podremos sacar de ahí muchas conclusiones favorables a nuestros principios sobre el humanismo privado de la luz e Dios. Pero ahora debemos responder a la pregunta que nos hemos hecho, y que haremos bien repitiéndola en el interior de nuestras conciencias: ¿Puede hoy un hombre ser verdaderamente cristiano? ¿Puede un cristiano ser santo (en el sentido bíblico del término)? ¿Puede nuestra fe ser en realidad un principio de vida, concreta y moderna? ¿Puede todavía un pueblo, una sociedad, o al menos una comunidad, expresarse en formas auténticamente cristianas?
 
Cristo, brújula para el cristiano
 
He aquí, hijos queridísimos, una buena ocasión para poner inmediatamente en acción nuestra fe. Respondemos que sí. Nada nos debe asustar, nada nos debe detener. Es de Santa Teresa esta palabra: "nada te espante". Apliquémonos nosotros mismos las palabras de San Pablo a los romanos: "Si tú confiesas con con la boca al Señor Jesús, y en el corazón tienes fe de que Dios lo ha resucitado de la muerte, serás salvo". Esta es la brújula. En el mar inseguro y agitado del mundo presente, no perdamos de vista esta suprema dirección: Jesucristo.
 
Él, luz del mundo y de nuestra vida, infunde en nuestros corazones dos certezas fundamentales: la certeza de Dios y la certeza sobre el hombre; una y otra se alcanzan en una total entrega de amor. Siendo así, ya no tenemos miedo a nada: "¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación o la angustia, el hambre, la desnudez, el peligro, la persecución, la espada?..., en todas estas cosas somos triunfadores por obra de Aquel que nos ha amado", dice también san Pablo (Rm 8,35-37).
 
Comenzad a ver cómo la fe puede tener un influjo determinante y corroborante sobre nuestra psicología y sobre nuestra vida práctica. Pero nuestro discurso se va alargando y aquí terminamos, confiando que vosotros lo sabréis continuar por vosotros mismos en vuestras conciencias".
 
(Pablo VI, Audiencia general, 3-julio-1968).