Los diagnósticos de Pablo VI tenían gran claridad y acierto; ponerlos de relieve y advertir a los fieles de los peligros, era su obra como buen pastor. Ya decía san Agustín en su sermón sobre los pastores, que el buen pastor fortalece a las ovejas débiles, no las engaña sino que les muestra los peligros para animarlas a superarlos.
 
Las turbulencias y cambios aceleradísimos en el siglo XX, con la ruptura con todo lo anterior y el surgimiento de nuevos modelos y formas culturales, supuso un terremoto en el alma de Europa, en la civilización occidental. 
 
 
Contra la fe se alzaron distintos peligros y quedaron frentes abiertos. Muchos fueron tragados por semejantes olas y otros, hoy, pueden seguir siendo tragados. Por eso es necesario, por una parte, reforzar e iluminar la fe, para que se no tambalee, y, por otra parte, conocer y discernir los peligros ciertos para evitarlos y ofrecer respuestas.
 
Cuando Pablo VI ofrece esta catequesis, señala el ateísmo y el antropocentrismo como graves peligros; tal vez el ateísmo, como tal, virulento en gran parte del siglo XX, se ha transformado en indiferencia y agnosticismo; pero sí sigue vigoroso el antropocentrismo, incluso infiltrado en miembros de la Iglesia que participan favorecen la secularización interna, sustituyendo a Jesucristo por el hombre y el Evangelio por un moralismo ético de solidaridad y valores, de igualdad y ecologismo.
 
 
Las palabras de Pablo VI constituyen una buena catequesis y formación que ilustran nuestra mente católica.
 
"¿Qué esperáis hoy de nuestra palabra? Sabéis que, después de haber proclamado nuestra fe católica, antigua y siempre nueva, porque siempre es verdadera y siempre está viva, seguimos buscando la relación que ella debe tener con nuestro pensamiento y con nuestra conducta; es decir, estudiamos cuál ha de ser el influjo que ella debe tener sobre nuestra vida, qué exigencias implica, qué impulsos nos ofrece, qué estilo imprime a nuestra personalidad. 
 
Estudiemos ahora la cuestión en su aspecto individual. Hemos ya recordado la gran ley que establece que la fe es un principio de vida, tanto en el sentido trascendente y misterioso de la inicial inserción sobrenatural de la presencia y de la acción de Dios sobre nosotros, como en el sentido de la inspiración moral que se deriva de las verdades de la fe y del modo de juzgar, sugerido por la fe, la enorme y compleja variedad de valores, tanto de nuestro mundo interior como del exterior. Un hombre moderno, un cristiano de nuestro tiempo, un fiel sensible a las voces del Concilio, ¿cómo debe contar con su propia fe? El conocido binomio "fe y vida", ¿cómo se propone hoy a nuestra conciencia, dando por supuesto un deseo de fundamental sinceridad personal, un deseo, digamos también, de perfección?
 
La fe, posesión y búsqueda de Dios
 
La respuesta exigiría la solución de otra pregunta fundamental: ¿Cómo se debe creer hoy en día? No tratamos ahora de la génesis de la fe, problema inmenso, que, sin embargo, suponemos resuelto de alguna manera para vosotros que sois creyentes. Limitamos nuestra averiguación a una pregunta más sencilla, pero siempre grave: ¿Es la fe una posesión de Dios o una búsqueda de Dios? 
 
Es, en primer lugar, una posesión: el creyente ya está en posesión de algunas verdades supremas, derivadas de la Palabra de Dios; ya es depositario de algunas revelaciones, que lo invaden y lo dominan; ya se siente feliz por algunas certezas que dan a su espíritu una plenitud, una fortaleza, una alegría, un deseo de expresarlas y de celebrarlas, que alimentan en él una interioridad maravillosa; para el creyente es como si, en la oscuridad y en la confusión de su morada interior, se hubiera encendido una luz; él ve la luz, esto es, las realidades divinas que han penetrado en su espíritu, y se ve, en virtud de aquella luz, a sí mismo, su propia conciencia; y no sólo esto: Ve cuanto lo rodea, su lugar en el mundo y al mismo mundo. Todo adquiere un sentido. Todo aparece según su propio ser; y no puede negarse que esta primera visión es magnífica, aunque descubre alturas insuperables, profundidades tenebrosas, magnitudes abismales, y también cosas humildes y concretas ya conocidas, pero que ahora se reconocen con perímetros reales y nuevos; y aunque el sentido del misterio cobre mayores proporciones precisamente mediante el descubrimiento inicial de las realidades de que vivimos y en medio de las cuales se encuentra nuestra aterrada existencia.
 
 
El creyente, un peregrino que avanza hacia Dios
 
Pero fijémonos bien: esta posesión de la fe no sólo no excluye, sino que reclama una ulterior investigación. Nuestra posesión de Dios en esta vida nunca es completa, sino que es un inicio, una primera chispa que nos invita a una ulterior conquista de una luz más perfecta. Esta es norma conocidísima de nuestro aprendizaje religioso, también para nosotros católicos que tenemos la fortuna de apoyarnos en fórmulas fijas y seguras de la fe; éstas no nos dispensan del esfuerzo de un estudio siempre progresivo y de un conocimiento cada vez mejor de las cosas divinas. Bien lo saben las almas que hacen de la religión y la contemplación un alimento dulce y fuerte. Es un pensamiento que se repite frecuentemente en san Agustín; por ejemplo: "Amore crescente inquisitio crescat inventi", con amor creciente crezca también la búsqueda de Aquel que hemos encontrado (Enar. in Ps. 104; PL 37, 1392); y también: "Invenitur ut quaeratur avidius", encontramos a Dios para buscarlo más ávidamente (De Trin., XV, 1; PL 42, 1058). La fe no es un éxtasis, es un camino hacia las verdades divinas. El creyente es un peregrino que avanza por el buen camino hacia Dios.
 
Pero hoy debemos tener presente un doble fenómeno, que se interpone en esta nuestra serena visión del campo religioso y espiritual; uno y otro fenómeno son muy graves y muy difundidos. El primero es el ateísmo,  que pretende liberar al hombre de la llamada alienación religiosa. "La negación de Dios, dice el Concilio... se presenta como una exigencia del progreso científico o de un nuevo tipo de humanismo" (Gaudium et spes, n. 7). No hablamos ahora aquí de este triste e impresionante fenómeno; quien quisiera conocer sus múltiples expresiones puede consultar una obra importante, de la cual han aparecido los dos primeros grandes volúmenes: "El ateísmo contemporáneo" (S.E.I, 1967 y 1968); otros dos volúmenes están en preparación, por iniciativa principal de los excelentes y doctos salesianos D. Girardi y D. Miano, con otros ilustres estudiosos. Aquí nos basta observar que el ateísmo no es admisible en la configuración del hombre verdadero, completo y bueno, que estamos delineando, a pesar de que el ateísmo pretende fundar una moralidad propia que merece un profundo análisis (cf. Fabro, Introd. al ateísmo moderno, Ed. Studium, 1964).
 
El fenómeno del antropocentrismo
 
Diremos más bien una palabra, una sola y rápida, sobre el otro fenómeno, que tiene lugar también en los ambientes que se consideran religiosos y cristianos: el fenómeno de la religión antropocéntrica, es decir, orientada hacia el hombre como su principal objeto de interés, mientras que la religión debe ser, por su naturaleza, teocéntrica, es decir, orientada hacia Dios, como su primer principio y a su último fin (cf. S. Th., II-II, 82), y después hacia el hombre considerado, buscado, amado en función de su origen divino y de sus relaciones y deberes que de aquél derivan. Se ha hablado de religión vertical y de religión horizontal; esta segunda, filantrópica y social, es la que prevalece hoy en el que no tenga la visión soberana del orden ontológico, es decir, real y objetivo, de la religión. ¿Queremos acaso negar la importancia y la fuerza que la fe católica atribuye al interés que se debe al hombre? En absoluto no. Ni tampoco queremos atenuar este interés, que para nosotros, cristianos, debe ser en sumo grado y continuamente obligatorio: bien recordamos que seremos juzgados según el amor efectivo que habremos tenido a nuestro prójimo, especialmente al necesitado, al que sufre, al que está caído (cf. Mt 25, 21 siguientes). No tenemos ninguna reserva que hacer sobre este punto.
 
Pero debemos recordar siempre que el principio del amor al prójimo es el amor a Dios. Quien olvidase la razón por la cual debemos llamarnos hermanos de los hombres, a saber, la común paternidad de Dios, podría, en un momento dado, olvidarse de los deberes gravísimos de la fraternidad, y podría descubrir en el propio semejante, no ya a un hermano, sino a un extraño, un rival, un enemigo. Dar en la religión la primacía a la tendencia humanitaria lleva al peligro de transformar la teología en sociología y de olvidar la fundamental jerarquía de los seres y de los valores: "Yo soy el Señor tu Dios..., no tendrás otro Dios fuera de mí" (cf. Ex 20, 1 y ss); así en el Antiguo Testamento y en el Nuevo, Cristo nos enseña: "Ama a Dios.., este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22, 37. 39).
 
La fe nos preserva del peligro del temporalismo
 
Y no se debe olvidar que la primacía concedida al interés sociológico sobre el teológico propiamente dicho puede dar lugar a otro inconveniente peligroso, que consiste en adaptar la doctrina de la Iglesia a criterios humanos, postergando los criterios intangibles de la revelación y del magisterio oficial eclesiástico. Que el celo pastoral concede preferencia práctica a la consideración de las necesidades humanas, frecuentemente tan graves y tan urgentes, se puede admitir y aconsejar, siempre que tal consideración no comporte una devaluación y una degradación de la preeminencia y de la autenticidad de la ortodoxia teológica.
 
La fe, aceptada y practicada, no es una evasión de los deberes de la caridad y de las grandes y urgentes necesidades de orden social; por el contrario, es su inspiración y su fuerza. Es también el remedio contra la tentación de caer en el temporalismo, esto es, en el predominio de los intereses temporales, del cual la religión debería verse libre hoy más que nunca, y contra la otra tentación más grave de querer instaurar un nuevo orden social sin la caridad, sino con la violencia, sustituyendo un dominio prepotente y egoísta con otro considerado como inservible o injusto.
 
Una moral sin Dios, un cristianismo sin Cristo y sin su Iglesia, un humanismo sin el auténtico concepto de hombre, no nos conduce a buen fin. Que nuestra fe nos preserve de semejantes fatales errores, y sea para nosotros, luz y maestra en la búsqueda de la perfección personal y social"
 
(Pablo VI, Audiencia general, 10-julio-1968).