Desde el Concilio Vaticano II, al menos, el diálogo con las Iglesias y comunidades cristianas, englobado en un concepto conocido como "ecumenismo" ha sido una preocupación permanente para los sucesivos Pontífices que han guiado a la Iglesia. Por parte católica se han hecho gestos -el de Pablo VI con Atenágoras en Jerusalén o los que acaba de realizar Francisco- y se han abierto puertas a un acercamiento -como el acuerdo alcanzado con los luteranos sobre el espinoso tema de la justificación por la fe-. Por parte ortodoxa, la mayor dificultad reside en la lucha interna por la primacía que hay entre ellos -el enfrentamiento entre Moscú y Constantinopla- y el profundo desprecio que hay en muchos ortodoxos hacia los católicos.

En cuanto a los protestantes -y no incluyo ahí a las sectas, sino a las llamadas "Iglesias históricas"-, la gran dificultad es que mientras se habla educadamente ellos asumen prácticas cada vez más alejada de la tradición común y que los católicos -y también los ortodoxos- rechazamos abiertamente. Me refiero al sacerdocio y al episcopado femenino, a la aceptación del matrimonio homosexual e incluso del sacerdocio de homosexuales activos, al aborto -no todos los protestantes-, a la manipulación genética y, en general, a todo lo que suponga aceptación de lo políticamente correcto, en sintonía con la ideología permisiva dominante. Por eso, más allá de las relaciones cordiales a nivel personal, la verdad que estamos cada vez más lejos unos de otros, y no porque los católicos nos hayamos alejado, sino porque ellos se han ido corriendo en el sentido contrario.

Así las cosas, lo único que queda es la cooperación bienintencionada en proyectos sociales. La visita del primado anglicano al Papa esta semana, lo ha puesto de manifiesto. En el fondo, la cuestión teológica se ha dejado de lado, como si se diera ya por perdida. Es muy lamentable, pero tal y como están las cosas, es lo más que se puede sacar. Para colmo, esa acción social es, en este caso, a tres bandas, pues en ella interviene también la principal institución cultural islámica de Egipto. Es como si ambas partes hubieran aceptado que no se puede hacer otra cosa más que trabajar juntos en obras sociales y se hubieran resignado a ello.

En cuanto a las sectas, que proliferan por doquier pero sobre todo en Iberoamérica, no se puede hablar de diálogo cuando hay una agresión permanente. Hay que vivir en los países iberoamericanos para darse cuenta de la presión que sufren los católicos. Los fallos organizativos y, sobre todo, espirituales de los sacerdotes católicos, son aprovechados por los pastores protestantes y por sus misioneros laicos para caer sobre los fieles católicos con argumentos falsos y llevárselos a sus filas. En algunos casos, lo único que buscan es su dinero, mientras que en otros están movidos por un sincero amor al Señor aunque se equivoquen gravemente por la agresividad con que hacen su proselitismo.

Con este panorama, ¿qué futuro le queda al ecumenismo? Creo que atraviesa una de las horas más oscuras de su historia reciente y no se ve en el horizonte una luz que pueda suscitar esperanza. Pero quizá es a este punto al que había que llegar para convencernos de una cosa: la unidad es un don que el Señor pidió al Padre -"Que sean uno, como Tú y Yo, para que el mundo crea"- y vendrá como un don que el Cielo nos envía, y no como el resultado de transacciones o diálogos en busca de un término medio teológico que sea aceptable por todos. Quizá ese don del Espíritu nos llegue cuando nos demos cuenta -como está sucediendo en los países donde los cristianos de cualquier credo están siendo perseguidos- de que el verdadero enemigo es el demonio y que habla y actúa a través de aquellos que quieren separarnos del Hijo único de Dios. Pidámosle al Señor en el que creemos, que nos mande el don de la unidad y que ilumine no sólo las mentes sino también los corazones de todos los que le confiesan como Dios y hombre verdadero.