Con la venia de mis lectores voy a contar una anécdota personal que en estos días de proclamación del nuevo Rey de España  tiene cierto interés personal.

                Estaba yo de párroco en Santiago de la Ribera, pueblo marítimo junto al Mar Menor, término municipal de San Javier en Murcia. En este pueblo ribereño está ubicada la Academia General del Aire. Por allí han pasado a lo largo de la breve historia, y lo siguen haciendo, miles de cadetes que aspiran a ser pilotos del Ejército del Aire.

                Y allí estuvo dos años el hasta hoy Príncipe de Asturias, y a partir del jueves Rey de España Felipe VI.  Solía asistir a la Misa de la tarde en la Parroquia en donde yo estaba. Aquella tarde, ya metidos en tiempo de verano, iba a ser la última, ya que al día siguiente terminaba el curso en la AGA.  Como de costumbre, en la última fila de bancos del templo estaba D. Felipe acompañado de algunos compañeros. Pensé que era una buena oportunidad para expresarle al final de la Misa nuestro afecto y nuestra despedida.

                Y en efecto, al terminar la Misa, y antes de despedir a los fieles con la palabras litúrgicas de “Podéis ir en Paz”, me dirigí directamente a D. Felipe y le manifesté públicamente la gratitud de un pueblo que había tenido la oportunidad de acogerle durante dos años. Le dí la enhorabuena por el final de sus estudios de piloto del Ejército del Aire, y le despedí  en nombre de toda la comunidad parroquial.

                Lo que yo no esperaba es que se que montara tal revuelo. La iglesia estaba totalmente llena. Todos se volvieron hacia tras y querían despedirse del Príncipe. Tuvo que intervenir el servicio de seguridad, y al final me llega la  reprimenda del Jefe por haber puesto en “peligro” la integridad de su Alteza.  En realidad no había ningún peligro porque todos éramos gente de bien.  ¿Imprudencia por mi parte? Según los cánones de seguridad seguramente sí, pero según los principio y los valores cristianos fue una oportunidad de expresar la gratitud que llevábamos en el corazón.  Todo quedó en un cerrado aplauso y un saludo de adiós del Príncipe ya en la calle, y rodeado de la PA (Policía de Aviación).

                La anécdota no tiene más alcance, pero me ha venido a la memoria en estos días decisivos para la persona de D. Felipe y de España, y con toda cordialidad la comparto con mis lectores. Es de bien nacidos ser agradecidos. Otros bramarán en contra. Yo prefiero mirar al presente y al futuro con esperanza. El adiós que un día diera al Príncipe hoy se lo doy a D. Juan Carlos, que también convivió durante dos años en nuestro pueblo, aunque entonces yo era un joven que me conformaba con verlo pasar casi todas las tardes por la puerta de mi casa.  Que Dios ayude al padre y al hijo, y de paso a todos los españoles.

Juan García Inza