Hechos de los apóstoles 1, 1-11; Efesios 1, 17-23; Mateo 28, 16-20
«Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo»
1 Junio 2014      P. Carlos Padilla Esteban
«Jesús pasó por la vida despertando a hombres esclavos. Les hizo ver sus cadenas. Les mostró el camino de la libertad. No dejó que siguieran durmiendo sin enfrentar sus vidas»

La vida no es sólo ganar o perder. Retener o dejar ir. A veces lo enfocamos mal. Si ganamos tocamos la gloria. Si perdemos llegamos al infierno. Nos obsesiona la victoria. Nos amarga el fracaso. Si logramos nuestros sueños tenemos una vida lograda. Si fracasamos no habrá merecido la pena haber vivido. Pero no es así. La vida siempre es un don, un regalo, una gracia. La vida es mucho más que el éxito obtenido. Es dejarse la piel cada día, amar y ser amado, sufrir y seguir caminando. Pero es verdad que nos enseñan a ser competitivos desde pequeños y no queremos perder nada. Aprendemos a pelear por nuestros derechos, a defender con garra nuestra posición. El orgullo, la vanidad. Queremos el triunfo a toda costa. Soñamos con los primeros puestos, con los cargos importantes, con esos logros que nadie ha alcanzado antes. Queremos ser irrepetibles, únicos, que el mundo reconozca nuestra valía. Nos obsesionamos con lo que todavía nos falta, con lo que aún no hemos conquistado. A veces no sabemos comportarnos cuando ganamos. La prepotencia nos domina. En otras ocasiones tampoco reaccionamos bien cuando perdemos. Nos excusamos o buscamos culpables sin aceptar nuestra propia culpa. No es el camino. Como escribía hace poco Lorenzo Silva: «Hazte dueño de tus derrotas, porque ellas, algún día, servirán para hacerte dueño de tus triunfos; si es que está en tu mano, tu condición y finalmente tu suerte llegar a alcanzarlos». Y como escribía una persona: «Si puedes alegrarte por la victoria, pero sabiendo que eso no es nada en la vida, y ser libre ante ella. Si puedes entristecerte por la derrota pero reírte de ti mismo y con otros, porque no es el final de nada, sino sólo el comienzo. Si puedes ganar y no creerte mejor, si puedes perder y volver a empezar a luchar con humildad, si respetas siempre al otro, entonces todo merece la pena. Ganar y perder. Sufrir y vivir». Sí, hace falta mucha altura en ambos casos. ¿Cómo reaccionamos ante las contrariedades? ¿Cómo nos comportamos en el éxito y en el fracaso? Nos afanamos por ser los mejores. ¿Y luego? Cuando lo logramos, resulta que no somos más felices. Tampoco se nos niega la felicidad cuando perdemos y fracasamos en nuestros planes. Porque siempre podemos volver a empezar, a ascender la montaña. La vida es un camino. Con subidas y bajadas. La vida hoy nos sonríe. Mañana puede que se llene de amargura. ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe? Como escribía Lorenzo Silva: «Es amargo, sí, tenerlo todo en la mano y al instante siguiente ver ese todo en las manos de otro y las tuyas aferrando solamente el vacío». No conocemos los caminos. Hoy en la vida nos va bien. Mañana podemos vivir la cruz, la pérdida, la ausencia, la enfermedad. Al fin y al cabo la suerte, el éxito, el fracaso, la gloria humana, no están en nuestras manos, se nos escapan. Lo que siempre podemos hacer es darlo todo. Como decía una persona: «No sienta tristeza.Cuando uno da todo lo que da, no puede reprocharse nada. La vida tiene estas situaciones muy cambiantes, en las que hoy tienes todo y mañana nada, y hay que seguir». Si lo entregamos todo tenemos que estar felices y orgullosos del trabajo realizado. Aunque no tengamos nada. Porque no todo en la vida es ganar o perder. Darlo todo es lo que cuenta. Amar hasta el extremo. Luchar sin descanso. Ganemos o perdamos. Pero darlo todo. Como dice Mario Benedetti: «Vivir la vida y aceptar el reto, recuperar la risa, ensayar el canto, bajar la guardia y extender las manos, desplegar las alas e intentar de nuevo, celebrar la vida y retomar los cielos». Con humildad, con paciencia, con valentía, con audacia. Pero luego no perder la alegría si las cosas no resultan tan bien como queríamos.

Estamos hechos para elcielo, para la eternidad. Y allí no hay vencedores ni vencidos. Allí está Aquel que le da sentido a la vida. El que eleva lo humano hasta lo eterno. Allí, estaremos con Él para siempre y nuestra historia tendrá sentido. Porque a su lado, entonces, miraremos la vida con sus ojos, descubriremos sus huellas bajo las nuestras y sus manos sujetando nuestros miedos. Comprenderemos muchas cruces que aquí nos parecían incomprensibles. Desentrañaremos los misterios que en la tierra eran confusos. Porque aquí, en el camino, sólo saboreamos algo de lo que será la vida eterna. Un poco de luz, de esperanza. Jesús nos muestra el camino, nos enseña a vivir. Él lo tuvo todo y lo perdió todo en la cruz. Se vació, fracasó ante aquellos a los que había amado. Lo tuvo todo en sus manos, el éxito, el seguimiento de muchos, los milagros que podía hacer, el amor de los hombres, sus palabras escuchadas por tantos. Y luego, no tuvo nada, lo perdió todo de golpe, no retuvo, abrió sus manos, se entregó sin miedo. Amó hasta el extremo. Y en el extremo fue herido de muerte. Lo perdió todo, y, al perderlo, lo ganó para su Padre. Sí, nos ganó para Él. Nos hizo suyos para siempre. Y luego, con los brazos abiertos, abandonado en la cruz, solo, lo entregó todo, desnudo, pobre, herido. Perdió todo lo que tenía. Su nombre, su fama, su orgullo, su dignidad. Murió como un malhechor, como un delincuente. No se defendió. Guardó silencio cuando lo acusaban. Todo por amor. Colgado en un madero. En nuestras luchas humanas siempre hay vencedores y vencidos. Hay orgullo y humillación. Gloria y desprecio. A veces rechazamos a los vencidos. Los olvidamos. Los menospreciamos. Porque no están en la cresta de la ola. Porque no viven el éxito. Porque van en el vagón de los perdedores y no tienen nada que darnos ni enseñarnos. Porque no se pueden defender, han fracasado. Pero la vida es más que eso. La Iglesia no se construye con el éxito de algunos, sino con el trabajo humilde de todos. Las manos unidas. Con una misión común desde el amor. Trabajando los unos en los otros. Como decía el P. Kentenich: «Estar profundamente uno en el otro, en lugar de uno contra el otro. Yo en ti, tú en mí y ambos el uno en el otro. ¡Qué profunda esta fuerza unitiva en el ser humano!»[1]. Unidos los unos a los otros. Una familia. Imitando el amor del Señor. Porque Jesús se abaja para levantar con misericordia al vencido, al caído, al pobre, al herido, al moribundo. No sabemos hacia dónde vamos. Sólo sabemos que vamos con Él y sólo nos queda confiar. Amar y confiar. Caminar con mucha paz. Jesús no nos deja. Ganemos o perdamos va a nuestro lado, nos sostiene y sonríe. Nos abraza en nuestra pena. ¿Qué aprendemos de la vida? ¿Qué nos enseñan los éxitos en la vida, en el mundo profesional, en la vida personal? La humildad. El respeto. El saber levantarse. El soñar despiertos. El amar. El volver a empezar. Cuando no es así. Cuando no aprendemos nada. ¿De qué nos sirve tener éxito en lo que nos proponemos si no aprendemos de ellos? ¿De qué sirve el fracaso si no nos enseña a madurar? No valen para nada. Los fracasos nos enseñan a no desfallecer. A seguir mirando hacia delante. Sin perder la alegría. Los éxitos nos enseñan el valor del esfuerzo y de la fe hasta el final. El respeto al caído. El amor al que no posee. Así lo expresa Rudyard Kipling: «Si puedes soñar y no hacer, de tu sueño, tu dueño; pensar, y no hacer de tu pensamiento, tu fin. Si al encontrar el triunfo o el desastre, puedes tratar igualmente a esos dos impostores; Si soportas escuchar la verdad que tú has dicho falseada por pillos que hacen de ella una trampa para los necios; Si puedes ver rotas las empresas a las cuales has dado tu vida, y bajarte después a reconstruirlas con las herramientas melladas. (…) Entonces la tierra es tuya con todo lo que contiene, y lo que es más importante, serás hombre, hijo mío». Cristo vence siempre en nosotros. En nuestra muerte Él sale victorioso. En el dolor nos salva.

Los ángeles le dicen a los apóstoles: « ¿Qué hacéis ahí parados mirando al cielo?» Jesús asciende y ellos quedan parados, sin reaccionar. Conmovidos. Entristecidos. Ven alejarse a Jesús y tiemblan. Como rezaba una persona al pensar en la ausencia de Jesús, cuando asciende al cielo: «No quiero que te vayas al cielo, Señor. Me gusta tocarte y me da mucha pena siempre cuando te vas. Quédate porque atardece. Buscaré a María para que me hable de ti. Tú me la has dado para que me hable de ti, me has dado mi vocación para tocarte en otros heridos, como yo,y aún así, me da pena. Ha sido bonito ir al lago, a nuestro mar, en Pascua. Tú te acercas, Señor, te acercas a míen el lago, donde hemos vivido tantas cosas, en mi vida que hemos recorrido en misterios tantos días. Te acercas otra vez, y sólo me preguntas, ¿me amas? Tú lo sabes todo, Señor. Tú sabes todo sobre mí, sabes de mi soledad, de mis sueños, de mi anhelo y de mi pequeñez, mi miedo y mi alegría. Lo sabes todo. Tú sabes que te quiero. Siempre».Han sido cuarenta días caminado a su lado, dejándose tocar sus heridas, mostrando su costado abierto: «Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios». Jesús se apareció en su camino y les dio su paz. Pero ahora se aleja. Han sido cuarenta días de encuentros, de alegría, de júbilo, de agradecimiento. De tocar y escuchar, de soñar juntos. Han sido cuarenta días con sus noches, soñando con la vida plena y eterna. Han llegado a pensar: «Ahora sí, ahora no puede irse, se quedará con nosotros para siempre. Seremos poderosos. Ya no puede morir». Les ha mostrado cómo los ama, su amor herido que permanece, el cuidado por los suyos. Parece que todo vuelve a ser igual que antes. Lo quieren retener. Como todos hacemos con los que amamos. Jesús les dice que se va a ir, los va preparando, igual que los preparó para su muerte en la última cena. ¡Cuánto ama a los suyos! ¡Cuánto le importan! Sabe que no se pueden quedar solos. Jesús vuelve al Padre, a su hogar. Es el Hijo del Padre, el Hijo obediente, el Hijo amado, el Hijo que caminó con nosotros y se hizo uno de nosotros, como un hombre cualquiera, que vivió a nuestro lado, se entregó en la cruz por un amor sin medida. El mundo se llenó de luz con su presencia. Pero ahora el Hijo vuelve al Padre. A los apóstoles les cuesta pensar que se vaya de nuevo, ahora que lo han recuperado, ahora que sienten que lo aman más, porque han comprendido un poco quien es, cómo ha sido su amor por ellos. Le han descubierto. Han comido con Él otra vez en estos días de Pascua, han tocado sus heridas, han caminado a su lado como antes, han vuelto a su lago juntos, han pescado y de nuevo todo encaja, descansan en Él, desaparece el miedo, la angustia, la duda, el vacío, la vida merece la pena. ¡Qué difícil es pensar en que se va y ya no lo van a poder ver todos los días! No van a poder preguntarle sus dudas, vivir con Él, dormir con Él, rezar juntos, dejarse abrazar, tocarle. Van a perderlo y el corazón se paraliza, tiembla, tiene miedo.

Jesús les anuncia que se va. Siempre cuesta cuando no vemos a Dios. Jesús hoy los deja. De nuevo se frustran sus deseos. Cuesta entender las ausencias, las pérdidas, el no tocar, el no poder ver. Lo queremos todo. No queremos renunciar a nada. Porque el alma está hecha para el infinito. Y no descansa hasta que descansa en Dios. Es verdad que algunos santos han destacado que los discípulos no sintieron tristeza en ese momento. Decía el papa León Magno: «Fueron fortalecidos de tal modo por la evidencia de la verdad, que, cuando el Señor subió al cielo, no sólo no experimentaron tristeza alguna, sino que se llenaron de gran gozo». Me cuesta pensar que fue así. Todavía no habían recibido el Espíritu Santo. Todavía no tenían la paz de Dios. Había miedo en el alma. Habían tocado a Jesús, habían sido testigos de su resurrección, habían visto pescas milagrosas. Pero ahora estaban turbados. Se quedaron parados mirando al cielo. ¿Qué hacer ahora? Miedo, tristeza, inquietud, dudas, desaliento. Sin duda la ausencia de Jesús dejaba un vacío inmenso en sus almas. Ya no podrían tocarlo, ya no escucharían su nombre pronunciado por sus labios, ya no lo verían partiendo el pan, y su voz no los animaría a echar de nuevo las redes. Cuesta demasiado la separación. Cuando no sabemos dónde está, cuando sufrimos y no entendemos cómo puede ser que Él exista y permita nuestro dolor. Cuando caminamos en la oscuridad y rezamos pero no sentimos que nadie nos escuche. La ausencia, el vacío. Tenemos el anhelo en el corazón de que siempre está aunque no lo sintamos. Una persona rezaba: «Señor, ¡quédifícil es verte con mis ojos humanos! En mi rutina, en mis caídas, enel dolor, en los momentos de encrucijada. ¿Dónde estás? Es verdad quea veces te toco en otros, en personas que sufren, en momentos dehogar, de paz, de entrega, de partir el pan. A veces te reconozco ymi vida tiene sentido. Otras te busco. Sé que Tú también a mí, que meesperas cada día, que estás a mi puerta. Te tengo y no te tengo. Teveo y no te veo. Eres ausencia y presencia. Cercano y lejano». Entre los discípulos, discutirían, ¿Cuándo se irá? ¿No se puede quedar siempre con nosotros? Nos identificamos con ellos. Cuando hemos recuperado a alguien que pensábamos que habíamos perdido, la necesidad de esa persona es mucho mayor, porque lo que veíamos como evidente ya no lo es. Eso sentirían los apóstoles. Ahora saben quién es Jesús. Saben quién es para ellos y lo que los ama. Han visto su compasión, su misericordia, su ternura, su paternidad, su perdón. ¿Cómo van a volverlo a perder? No se quieren separar de Él. No pueden. Jesús, con su corazón humano, los comprende.Sabe cómo se sienten, conoce sus miedos, cómo le necesitan. Jesús confía en ellos.

Duele la separación cuando hemos amado mucho, tocado mucho, escuchado mucho. Duele decir adiós a los seres queridos cuando nos dejan y sus palabras se transforman en fríos silencios. El amor nos ata, nos arraiga, nos vincula, nos hace echar raíces. Es muy sano atarnos, buscar un hogar, descansar en alguien. Es sano sufrir cuando perdemos lo que amamos. Porque hemos amado. Lo triste es pasar por la vida sin vincularnos, no sufrir cuando se alejan aquellos con los que hemos compartido el camino, no llorar la ausencia o el dolor de los que llevamos en el alma grabados. Es triste tener un corazón de corcho, o de hielo, amurallado. Un corazón helado no se corresponde con lo que somos. Estamos hechos a imagen de Dios y Dios es amor. Hemos sido creados para amar y ser amados. Dios mismo, como dice el P. Kentenich, busca un hogar: «Dios mismo es un ser ligado a un nido. No por debilidad, sino por plenitud de vida. Porque Dios es Trinidad, tres personas. De ahí se puede inferir cuán hondamente estará anclada en el hombre la pulsión social, dado que es imagen del Dios Trino»[2]. El hombre necesita echar raíces en lugares y personas. Necesita profundizar sus vínculos, amar y ser amado. Crea cadenas invisibles de amor que no quiere que se rompan. Cuando hemos sido amados de verdad, no queremos perder al que nos ama. Porque, como leía hace poco: «Amar es descubrir al otro su belleza». Y no queremos perder a aquellos que nos recuerdan quiénes somos, que nos muestran dones que tenemos sin saberlo. Cuando alguien nos ama bien, con madurez, es capaz de hacernos ver la belleza que nosotros mismos no vemos. Nos mira y descubre a Dios en nosotros. Es lo que hizo Jesús con sus discípulos. Les hizo ver su poder, su belleza, la pureza de su corazón, la grandeza de su alma. Les hizo ver que eran hijos de Dios. Se arrodilló ante ellos. Lavó sus pies. Les hizo creer que podían lograr todo lo que quisieran si confiaban. Que bastaba con creer, con desear, con luchar. Que el trabajo da siempre sus frutos, tarde o temprano, incluso aunque no los veamos. Que la entrega siembra semillas de esperanza y de vida en los corazones. Les hizo creer que eran los hombres más bellos de la tierra, los más puros, los más de Dios. Les hizo ver su propia luz y confiar en las fuerzas de su corazón. Enalteció su pobreza, dignificó su debilidad. Por eso los apóstoles no querían separarse de Aquel que les había cambiado la vida. Así tendría que ser nuestra forma de amar. Una mujer rezaba así al pensar en su marido: «Me ayuda a ensanchar mi corazón porque pensar en él saca lo mejor de mí. Gracias porque me bendice, porque me mira bien, porque cree en mí, confía en mí, me apoya, me comprende y me sana. Jesús, me sana. Tú le has dejado sanarme con su cariño. En sus ojos está tu mirada. Y a través de sus ojos veo a veces cosas desconocidas del mundo para mí. La complicidad al reírnos de las cosas. ¡Qué suerte tener alguien a quien contarle todo y que me comprende! ¡Qué suerte poder escucharle!» ¡Qué importante es tener personas a las que amamos y nos aman! ¡Qué maravilloso poder decirle algo así a la persona a la que amamos y nos ama! En la vida matrimonial debería ser esto una realidad cotidiana. En nuestras relaciones tendría que ser también así. Es lo mismo que vivieron los discípulos con Jesús. Se sintieron muy amados por Él. En cada momento de su camino. Por eso les dolió tanto la separación. Por eso se entristeció su alma.

Jesús miraría conmovido a los que amaba. Hubiera querido sostener su dolor, contener sus miedos. Sus palabras guardan mucha esperanza: «No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo». El Espíritu los hará capaces de seguir el camino, de anunciar su Reino, de transmitir vida y esperanza. Sin embargo, en ese momento, al verle alejarse, tendrían miedo e inseguridad. No sabrían qué hacer. Querrían saber el futuro, conocer con qué fuerzas contaban, descifrar los planes de Dios. Tendrían miedo ante la inseguridad de la vida. Jesús los vería solos y se alegraría al pensar que ya pronto podrían caminar solos. Decía el P. Kentenich: «No hay nada más grande en la educación que ver que los que hemos educado ya caminan solos y no nos necesitan»[3]. Él los había criado desde el comienzo, desde niños. Cuando su fe era débil e inmadura. Los llamó cuando sus vidas seguían otro rumbo, cuando no vivían con intensidad, cuando se dejaban llevar por el ritmo de los días. En esos momentos estuvo a su lado, los acogió como una madre, los cuidó hasta que aprendieran a vivir. Les enseñó una verdad importante. Esa que comentaba Woody Allen: «No conozco la clave del éxito pero la clave delfracaso es complacer a todo el mundo». Cristo no vino a complacer a los hombres, a cumplir sus expectativas. No pasó por la vida haciendo lo que los demás esperaban. Fue fiel a su misión. No se detuvo ante los deseos humanos de muchos corazones. Desentrañó los miedos que muchos tenían y les dio luz. Acogió, comprendió, miró con misericordia. Fue siempre Él mismo, fiel a su verdad. Guardó silencio cuando los que le perseguían no querían conocer la verdad. Les enseñó que la humildad era el camino perfecto. Les mostró que la paz y la mansedumbre eran verdades que cambian el corazón. Pero también supo confrontar a los hombres con su verdad. Les ayudó a comprender que eran esclavos. El otro día oía un cuento muy breve. Un hombre camina por el campo y se encuentra al borde del camino a un esclavo durmiendo. Lo observa e intuye que sueña con la libertad. Por las palabras que dice en sueños, por los gestos y la sonrisa que ilumina su rostro. En ese momento se alegra por el esclavo que en sueños lleva una vida feliz. Entonces duda. No sabe si despertarlo y romper su sueño de felicidad, recordándole así su verdad, que es esclavo, o dejarle dormir en su sueño de plenitud. Uno puede dudar en ese momento. El mensaje final del cuento es claro: «Si no sabes qué hacer, acércate al esclavo que duerme. Si ves que soy yo, por favor, despiértame». Jesús pasó por la vida despertando a hombres esclavos. Les hizo ver sus cadenas. Les mostró el camino de la libertad. No dejó que siguieran durmiendo sin enfrentar sus vidas. No quiso complacer a todos. Confrontó a muchos con la vida que llevaban. Dijo la verdad. No engañó a nadie. Así queremos vivir. Animando a los hombre a aceptar su verdad y luchar por ella. Animando a romper las cadenas. A no conformarse con el sueño que les hace pensar que son plenamente libres.

La Pascua es un tiempo para vivir el amor de Dios en nuestra vida. El tiempo que tenemos en la tierra es poco, está contado, se acaba. A veces dejamos pasar la vida pensando que ya somos eternos. Decía Ernesto Sábato: «La vida es tan corta y el oficio de vivir tan difícil, que cuando uno empieza a aprenderlo ya hay que morirse». No tenemos mucho tiempo. Y, a veces, el tiempo se nos escapa tontamente. Decía Gabriel García Márquez: «Si supiera que estos son los últimos minutos que te veo, te diría ‘TeQuiero’ y no asumiría, tontamente, que ya lo sabes.Mantén a los que amas cerca de ti, diles al oído lo mucho que losnecesitas, quiérelos y trátalos bien, toma tiempo para decirles, ‘losiento,perdóname’, ‘por favor’, ‘gracias’ y todas las palabras deamor que conoces.Nadie te recordará por tus nobles pensamientos secretos. Pide al Señorla fuerza y sabiduría para expresarlos. Demuestra a tus amigos y seres queridos cuánto te importan».La fiesta de hoy nos recuerda que cuarenta días son muchos y pocos al mismo tiempo. Pasan rápido, vuelan. Al mismo tiempo son la oportunidad para vivir, para aprovechar la oportunidad que nos concede la vida. ¿Hemos aprovechado el tiempo de Pascua? ¿Ha sido una oportunidad para vivir en la luz, en la esperanza? A veces vivimos bien las semanas de Cuaresma. Luego la Pascua, el tiempo para mirar a Cristo resucitado, tocar sus heridas y dejarnos amar por Él, se nos escapa. Lo mismo nos puede pasar con las personas a las que queremos. No aprovechamos los momentos a su lado y, cuando no están ya con nosotros, nos echamos en cara no haber cuidado sus vidas. La verdad es que nos cuesta dejarnos tiempo para compartir, para hablar, para vivir. Vamos corriendo y dejamos el peor tiempo del día para aquellos a los que más queremos. Hoy renovamos nuestro deseo de darlo todo, creemos en el sentido de nuestra entrega. Esta fiesta de la Ascensión nos habla de la promesa de Dios, del sentido de nuestra vida. Le da sentido al dolor y a la falta de esperanza. Una persona decía: «Sin Él no es igual. ¡Qué miedo! Pero Él me dice al oído:- Note preocupes, me quedo contigo, mira, me pongo a tu lado para que sepas cómo te quiero y cómo soy». Todo cobra a su lado un nuevo sentido. Nuestra carne entra en el cielo. Cristo diviniza nuestra humanidad. Estamos llamados al cielo. Estamos llamados a vivir en el corazón de Dios aquí en la tierra y hacer así de estelugar un pedazo de cielo. La Ascensión nos invita a dar testimonio de su amor y de su fe, a proclamar la alegría del Evangelio. Nos abre el camino hacia el cielo, nos muestra la puerta de entrada. Jesús nos recoge para llevarnos hasta Él. En la Encarnación entra Dios en la tierra. En la Ascensión entra la humanidad en el corazón de Dios. Jesús asciende y su cuerpo glorioso nos muestra el camino. Estamos llamados a ser eternos, plenos, felices. Es nuestra vocación, llegar a divinizarnos, ser así de Dios. Tenemos una vocación sobrenatural. Somos llamados a ser más de Dios.

La misión no se acaba. Hoy Jesús nos dice: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». Mateo 28, 16-20. Una llamada a la misión. Una invitación a seguir sus pasos. No podemos quedarnos ahí parados sin hacer nada. Estamos llamados a llevar a Cristo a los que no lo conocen. Jesús confía y cree en los discípulos, después de que lo abandonasen en la cruz. Continuarán su tarea de anunciar el amor de Dios por cada hombre. Su misión continúa con ellos, su forma de curar, de hablar, de vivir, de amar. Conoce su fragilidad y su grandeza. Sabe que el amor que han recibido les hará capaces de amar como Él, sin medida, hasta el extremo, hasta la cruz. Aunque sean pobres. Confía más en ellos que ellos mismos, que ahora tiemblan al pensar que Jesús se va otra vez, y dudan de sí mismos. Jesús les vuelve a hablar al corazón, escucha sus dudas, sus miedos y sus sueños. No los va a dejar nunca. Estará con ellos todos los días hasta el fin del mundo. Sabe que llevan en su corazón lo más importante: su amor sin condiciones. Hoy están en Galilea, donde empezó todo, donde cada uno escuchó su nombre y lo siguió, y lo dejó todo por Él. Jesús les dice que estará siempre con ellos. Cada día. En los días en que lo sientan y en los días de oscuridad, en los días de certeza y de duda, de alegría y de dolor. ¡Cómo sabe Jesús cuáles son sus miedos! Lee sus corazones. Mateo termina el Evangelio con esta promesa. «No me voy, me quedo para siempre a vuestro lado». Ellos se postran, algunos vacilan. Como nosotros. ¡Qué pena que se vaya! Pero sólo al irse puede empezar la misión. Jesús se acerca a ellos y les habla. Les pide que sigan hablando como Él hablaba, que sean como Él. No están solos. Ya les había prometido que en su cuerpo y en su sangre siempre le encontrarían. Les promete su Espíritu que los consolará, los defenderá, los fortalecerá, les enseñará a guardar sus palabras de vida. Y ese Espíritu estará dentro de ellos, en cada uno, en la intimidad de cada uno. El mundo de hoy es desafiante. Es cierto que cada vez más ser cristiano es un desafío. Es una opción fundamental. El mundo no conoce a Cristo, no conoce su mensaje. El Espíritu estará con nosotros y nos llevará. No hay que temer. La promesa es clara: «Mientras miraban fijos al cielo, viéndole irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: - El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse». Hechos 1, 1-11. El mundo es muy grande. Hay muchos corazones que no conocen al Señor. Queremos llevar a Cristo allí donde no es conocido, donde es rechazado, donde es odiado. La misión es inmensa como nos lo recuerda el P. Kentenich: «Pequeñez de los instrumentos, grandeza de las dificultades ygrandeza de los éxitos»[4]. Nos sentimos pequeños, limitados, torpes. Vemos que las dificultades son muchas. Y creemos en la grandeza de los éxitos que Dios logrará a través de nuestro amor. Sabemos que la misión nos supera. Pero no nos preocupa tener éxito. Sabemos que la Iglesia no se ha levantado con el éxito de algunos, sino con la entrega oculta y silenciosa de muchos. El misterio de la semilla que muere bajo tierra. Además, a veces, como decía una persona: «Cuando tenemos éxito, tal vez es que Dios se acomoda a nuestra debilidad». Nuestra entrega no es en función del éxito de nuestra misión. Eso está en manos de Dios. Y su fuerza se mostrará siempre en nuestra debilidad. Lo importante es que nosotros caminaremos desde nuestra pequeñez. Construiremos con lo que Dios ha puesto en nuestra alma.

Comienzan con esta fiesta los diez días que preceden Pentecostés. Cuarenta días de Pascua acompañando a Jesús resucitado han precedido este día. Esos días entre la muerte y la Ascensión están llenos de encuentros, de alegría y de promesa. Una mezcla de sentimientos, como siempre pasa. La alegría de recuperarlo, la alegría de darse cuenta de ese amor imposible que se hizo posible en la cruz. La tristeza por haber fallado, la paz de estar con Él, el miedo a que se vuelva a ir, la certeza de que se quedará con ellos, la necesidad de aprovechar cada momento. La esperanza de saber que está María a su lado, que les recordará el amor de Jesús por cada uno, que los sostendrá, les enseñará a rezar, a esperar. Ella les recordará su amor, su predilección. Ella los cuidará como lo hacía Jesús, con la misma intimidad, la misma entrega, la misma sencillez. ¡Cuánto se parece a Él! Así es nuestra vida. Hoy, confiamos en que Jesús nos mandará su Espíritu, que se queda para siempre en nuestro día, en nuestra historia. Nos hará capaces de cumplir nuestra misión, nos dará luz en las encrucijadas, nos hablará al oído diciéndonos que nos ama. Vendrá a nuestro corazón, a ese lugar sagrado donde yo soy yo. Su amor hoy es más grande. Hoy empieza la espera. Desde la Ascensión hasta Pentecostés, son unos días de agradecimiento, de alegría por la resurrección, de nostalgia porque no lo tocamos ya, de anhelo, de espera del amor para siempre, de estar con María. En Ella, estos días, más que nunca, está Dios en la tierra. Le pedimos que nos enseñe a rezar, a implorar el Espíritu. Ella siempre nos reúne, nos enseña a confiar. A esperar. A creer que Jesús está con nosotros, todos los días. Diez días más encerrados en el Cenáculo esperando la llegada del Espíritu Santo con María. Los apóstoles están con María escondidos, orando. Ella sostiene sus pasos. Como diría Francis Cabrel en una canción escrita pensando en María: «Conoce bien cada guerra, cada herida, cada sed, conoce bien cada guerra, de la vida y del amor también. Me dibuja un paisaje y me lo hace vivir, en un bosque de lápiz se apodera de mí, la quiero a morir y me atrapa en un lazo que no aprieta jamás, como un nido de seda que no puedo soltar, no quiero soltar, la quiero a morir. Cuando trepo a sus ojos me enfrento al mar, dos espejos de agua encerrada en cristal, la quiero a morir. Solo puedo sentarme, solo puedo charlar, solo puedo enredarme, solo puedo aceptar ser solo suyo, la quiero a morir». María sostiene el ánimo de los apóstoles. Están perdidos y sin rumbo y María, que conoce sus guerras, sus heridas y sus miedos, los abraza consolando su pena. Así hace con nosotros. ¡Qué bonita esa canción que expresa el deseo de no separarnos de María! Así es en la vida cuando nos encontramos con Ella. No queremos perderla, no queremos que nos deje. María acompaña a los apóstoles en aquel frío Cenáculo. Cuando vamos a Tierra Santa y entramos en el Cenáculo, nos quedamos helados. Allí ocurrió todo, pero ahora es una sala vacía. No se puede celebrar ningún acto litúrgico. Por eso me impresionó ver la foto de la misa del Papa Francisco en ese lugar. Ver todo dispuesto para el culto impresiona. Cambia todo. Se llena de luz y de vida. Nos recuerda ese lugar en el que se celebró la última cena. Nos hace pensar en esa oración de los apóstoles con María esperando el Espíritu. Con miedo, con esperanza. Estos diez días son un tiempo de espera y de anhelo. Deseamos que venga el Espíritu Santo sobre nosotros. Nos atamos a María. Nos dejamos tocar por su corazón. Ella nos alienta en la vida. Tantas veces deseamos fortaleza, paz, alegría, esperanza. Tantas cosas en nuestro corazón no nos dejan caminar con libertad. Le pedimos a María que rece con nosotros, que nos sostenga y nos cuide.
 

[1] J. Kentenich, Educación mariana, 1934
[2] J. Kentenich, Que surja el hombre nuevo, 1951
[3] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III
[4] J. Kentenich, Dios presente, Texto 191