Dios pudo haber prescindido de nosotros; sin embargo, quiso incluirnos y encargarnos la tarea de darlo a conocer. Para muchas de las personas que nos rodean en el trabajo o en la escuela, somos su único punto de referencia y/o contacto con la Iglesia. De ahí la urgencia de preguntarnos qué tal estamos haciendo nuestro trabajo, porque así como acercamos también podemos terminar alejando a los demás de la fe. Por ejemplo, si somos de los laicos que nos gusta más la sacristía que lanzarnos a construir el proyecto del evangelio desde la realidad social, económica y política. ¡Cuántas señoras que deberían estar con la familia y en la empresa terminan obsesionadas con hacerla de acólitos! No está mal participar en la Misa, pero ese momento central de la vida de un cristiano tiene que impactar más allá de la hora que dura la celebración.

¿Nos la pasamos sermoneando a los demás o damos ejemplo de lo que decimos creer en medio de las dificultades de la vida? Un católico congruente atrae de manera natural, mientras que uno fingido, de esos que hablan de “hermanito” y “hermanita”, terminan por caer pesados y alejar. Como nadie puede dar lo que no tiene, el primer paso es dejarnos encontrar por Jesús. En otras palabras, renunciar a las actitudes fingidas, a ese lenguaje que va en la línea de los fariseos del siglo XXI. ¿Atraemos o alejamos?

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