En el momento de presentarme ante el Señor Uno y Trino que me creó, me redimió, me quiso sacerdote y obispo suyo, me colmó de gracias sin fin, encomiendo mi pobre alma a su misericordia, le pido humildemente perdón de mis pecados y mis deficiencias, le ofrezco lo poco bueno que con su ayuda he podido hacer, aunque imperfecto y mezquino, para gloria suya, servicio de la santa Iglesia y edificación de mis hermanos, suplicándole finalmente que me acoja, como Padre bueno y piadoso, con sus santos en la bienaventurada eternidad.

Quiero profesar, una vez más, toda entera mi fe cristiana y católica, y mi pertenencia y sumisión a la santa Iglesia Apostólica y Romana, y mi perfecta devoción y obediencia a su Augusto Jefe, el Sumo Pontífice, al que tuve el gran honor de representar durante largos años en diversas regiones de Oriente y de Occidente, que me quiso finalmente en  Venecia como cardenal y Patriarca, y al que he seguido siempre con afecto sincero, sin que en ello haya influido para nada cualquier dignidad que me haya sido concedida. El sentimiento de mi poquedad y de mi nada me ha acompañado siempre manteniéndome humilde y sereno, y concediéndome la dicha de emplearme lo mejor que he podido en continuo ejercicio de obediencia y de caridad por las almas y por los intereses del reino de Jesús, mi Señor y mi Todo. A Él toda la gloria; para mí, y como mérito mío, su misericordia. Meritum meum miseratio Domini. Domine, tu omnia nosci: tu scis quia amo te. Esto sólo me basta.

Pido perdón a quienes hubiera ofendido inconscientemente; a cuantos no hubiese sido causa de edificación. Siento que no tengo que perdonar nada a nadie, porque en cuantos me conocieron y han tenido relaciones conmigo-aunque me hubiesen ofendido o despreciado o tenido, y esto con justicia, en poca estima, o me hubiesen sido motivo de aflicción- sólo reconozco hermanos y bienhechores, a los que estoy agradecido y por los que ruego y rogaré siempre.

Nacido pobre, pero de una familia honrada y humilde, siento particular alegría de morir pobre, habiendo distribuido según las diversas exigencias y circunstancias de mi vida sencilla y modesta, en servicio de los pobres y de la santa Iglesia que me ha alimentado, cuanto vino a caer en mis manos -en medida bastante limitada- durante los años de mi sacerdocio y de mi episcopado.

Apariencias de desahogo velaron a menudo ocultas espinas de congojosa pobreza y me impidieron dar siempre con la largueza que hubiera deseado. Agradezco a Dios esta gracia de la pobreza de que hice voto en mi juventud, pobreza de espíritu, como sacerdote del Sagrado Corazón, y pobreza real; y que me sostuvo para no pedir nunca nada, ni puestos, ni dinero, ni favores, nunca, ni para mí ni para mis parientes o amigos.

A mi querida familia secundum sanguinem -de la que no he recibido ninguna riqueza material- sólo puedo dejar una grande y especialísima bendición, con la invitación a conservar ese temor a Dios que me la hizo siempre tan amada, aunque sencilla y modesta, sin sentir jamás por ello sonrojo; y ése es su verdadera título de nobleza. A veces la he socorrido en sus necesidades más graves, como pobre con los pobres; pero sin sacarla de su pobreza honrada y dichosa. Pido y pediré siempre por su prosperidad, y siento la alegría de constatar también en los nuevos y vigorosos retoños la firmeza y fidelidad a la tradición religiosa de los padres, que será siempre su fortuna. Mi más ardiente deseo es que ninguno de mis parientes y allegados falte al gozo de la reunión final y eterna.

Al partir, como espero, camino del cielo, me despido, doy las gracias y bendigo a todos los que compusieron sucesivamente mi familia espiritual en Bérgamo, en Roma, en Oriente, en Francia, en Venecia, y que fueron para mí conciudadanos, bienhechores, colegas, alumnos, colaboradores, amigos y conocidos, sacerdotes y laicos, religiosos y religiosas, y de los que por disposición de la Providencia fui, aunque indigno, hermano, padre o pastor.

La bondad de que mi pobre persona fue hecha objeto por parte de cuantos encontré en mi camino hizo serena mi vida. Recuerdo bien, al enfrentarme con la muerte, a todos y a cada uno, a los que me precedieron en el último paso, a los que sobrevivirán y me seguirán. Que todos rueguen a Dios por mí. Les daré su recompensa desde el purgatorio o desde el paraíso, donde espero ser acogido, no por mis méritos, repito una vez más, sino por la misericordia de mi Señor.

A todos recuerdo y por todos rogaré. Pero en señal de admiración, de gratitud, de ternura verdaderamente singular, quiero nombrar aquí particularmente a mis queridos hijos de Venecia, los últimos que el Señor puso en torno mío, para extremo consuelo y gozo de mi vida sacerdotal. Abrazo en espíritu a todos, a todos, del clero y del laicado, sin distinción, como sin distinción los amé por pertenecer a una misma familia, objeto de una misma solicitud y amabilidad paternal y sacerdotal. Pater sancte, serva eos in nomine tuo quos dedisti mihi: ut sint unum sicut et nos (Jn 17, 11).

En la hora del adiós, o mejor, del hasta la vista, evoco también todo lo que más vale en la vida: Jesucristo bendito, su santa Iglesia, su Evangelio, y en el Evangelio sobre todo el Padrenuestro en el espíritu y en el corazón de Jesús, y del Evangelio la verdad y la bondad, la bondad mansa y benigna, activa y paciente, invicta y victoriosa.

Hijos míos, hermanos míos, hasta la vista. En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. En el nombre de Jesús, nuestro amor; de María dulcísima, Madre suya y nuestra; de san José, mi primer y predilecto protector. En el nombre de san Pedro, de san Juan Bautista y de san Marcos; de san Lorenzo Justiniano y de san Pío X. Así sea.

Cardenal Ángel José Roncalli, patriarca