Los cristianos llevamos padeciendo el mal de la desunión desde muy pronto en nuestra historia. El enemigo sabe sembrar dudas, desconfianza, envidias y soberbias que nos alejan unos de otros. Fomenta que construyamos Torres de Babel para alcanzar a Dios con nuestras propias fuerzas. Como el episodio bíblico original, la división de lenguas termina destruyendo con cualquier teodisea que emprendamos. Tras el fracaso, desesperados, solos y rotos, somos perfectos transmisores de la cadena del pecado. 

Pero no por conocido y sabido, dejamos de sufrir por estas separaciones, alejamientos y divisiones. El P. Raniero Cantalamessa ha utilizado la inspiración de San Agustín para tratar este tema en la segunda predicación de esta cuaresma. Tomo un párrafo que me parece especialmente certero: 

La pertenencia plena a la Iglesia exige las dos cosas juntas: la comunión visible de los signos sacramentales y la comunión invisible de la gracia. Pero ésta admite grados, por lo que nada dice que se debe estar por fuerza dentro o fuera. Se puede estar en parte dentro y en parte fuera. Hay una pertenencia exterior, o de los signos sacramentales, en la que se sitúan los cismáticos donatistas y los malos católicos mismos y una comunión plena y total. La primera consiste en tener el signo exterior de la gracia (sacramentum), pero sin recibir la realidad interior producida por ellos (res sacramenti), o en recibirla, pero para la propia condena, no para la propia salvación, como en el caso del bautismo administrado por los cismáticos o de la Eucaristía recibida indignamente por los católicos. (P. Raniero Cantalamessa. 2º predicación de Cuaresmal, 2014) 

Si preguntamos sobre la unidad de la Iglesia a cualquier fiel que asista a misa con asiduidad, dudo que nos respondiera que uno de los dos pilares fundamentales son los signos sacramentales que compartimos. Que poca importancia damos a los signos sacramentales hoy en día. 

Esto se evidencia en la tremenda diversidad de formas que tenemos a la hora de vivir estos signos en nosotros y en comunidad. Pensemos en cualquier sacramento y reflexionemos sobre qué significa el signo que imprime en nosotros por medio el los santos oleos o la imposición de manos. 

¿Por qué nos signamos? Somos marcados para diferenciarnos y para reconocernos. Diferenciarnos de nosotros mismos antes de ser signados y reconocernos, unos a otros, como parte de una misma Iglesia. No una Iglesia de santos perfectos, sino una Iglesia de pecadores que transitan el mismo camino por medio de la Gracia de Dios. Si no reconocemos los signos que señalan un antes y un después en nosotros, cómo pretendemos vivir la posterior comunión invisible de la gracia. El sacramento es una puerta a la acción de la Gracia de Dios en nosotros. 

Cuando un signo se imprime en un ser humano, este ser humano tiene la posibilidad de convertirse en símbolo de lo que el signo representa. Les pongo un ejemplo. Si un médico lleva un signo que lo diferencia y nos permite reconocerlo, el hecho de ver el signo nos lleva a sentir y saber que es una persona con capacidad de curarnos o atendernos. El médico que lleva un signo de lo diferencie lleva la esperanza a quienes necesitan de su conocimientos y habilidades. El momento en que termina sus estudios y recibe la capacidad de portar el signo, es el momento en que siente la diferencia entre el antes y el después. A partir de ese momento sabe que tiene una capacidad y una responsabilidad que antes no poseía. 

Un cristiano que recibe un signo sacramental se convierte en símbolo de la Gracia de conlleva el signo. La Gracia que permite perfeccionar nuestra naturaleza caída, de forma que seamos una imagen más nítida de Cristo. 

Tal como indica el P Cantalamessa, apoyándose en San Agustín, existe un segundo nivel en la unidad de la Iglesia, que proviene de dar un paso más allá del signo sacramental: recibir la realidad interior producida por ellos (res sacramenti). Recibir realmente la Gracia conlleva algo más que “dejarse marcar”. Necesita abrir el corazón a la acción del Espíritu Santo y con ello, la superación de la eterna Torre de Babel. Volviendo al ejemplo del médico, recibir el signo identificativo no lo hace médico, aunque marque el inicio del camino de serlo realmente. Lo que lo convierte realmente en médico es la unión de la capacitación recibida y la aceptación de la responsabilidad que conlleva ser reconocido como médico. Dicha unión empieza actuar cuando recibe el signo sobre su solapa. 

Tras recibir el sacramente, ya no somos nosotros quienes buscamos a Dios, es Dios mismo quien llama a nuestra puerta. Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo. (Ap 3,20). La Torre de Babel ya no es necesaria para llegar a Dios. Dios está llamando a la puerta de nuestro corazón. ¿Qué hacemos? 

¿Tendremos la valentía suficiente para abrir la puerta? Pensemos en lo que conlleva abrir la puerta y nos daremos cuenta de la razón del miedo que nos inunda. Miedo que nos induce a hace relativizar y desdeñar los sacramentos. 

La Gracia de Dios hace posible la verdadera unidad de la Iglesia. Unidad que parte de reconocer, comprender y aceptar los mismos signos. ¿Queremos una Iglesia unida? ¿Podemos darnos le lujo de dividirnos por el significado de los signos sacramentales? Volvamos a dar sentido, significado y profundidad a los sacramentos.