«Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de mí; que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me ha enviado, él mis­mo ha dado testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz ni visto su semblante, y su palabra no habita en vosotros, porque al que él envió no le creéis»
(Jn. 14,9)

 

La venida de Cristo es toda una manifestación de la Trinidad. Dios, que es familia, obra siempre unido por el amor.

 

El Padre nos da al Hijo. El Hijo nos muestra al Padre. Al recibir a Jesucristo nos convertimos en hijos del Padre. La filiación divina tiene como fundamento nues­tra estrecha relación con Jesucristo.

 

La Encarnación y la Revelación nos descubren a un Dios Padre, amoroso, que espera la vuelta de sus hijos pródigos. Jesucristo vive pendiente del Padre. En esto consiste la filiación divina. En pasar por la vida con la vista clavada en lo alto, en donde está el «Padre de las luces».

 

«Quien me ha visto, ha visto al Padre». ¡Qué impor­tante es, entonces, que conozcamos a Jesucristo! El hace visible la vida íntima de Dios, de un Dios que es mi Padre.

 

«Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo: ¡Abba, Pater! Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del uni­verso, no le importa que no utilicemos títulos altisonan­tes, ni echa de menos la debida confesión de su seño­río. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo» (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n.64).

Juan García Inza