Sí señores, como ven Vds. un émulo, o mejor dicho, un precedente ya que es anterior en el tiempo, de lo que medio siglo después será la conocida Agustina de Aragón. En este caso, una niña de apenas diecinueve años que defendió ella solita con su valor, con su arrojo y con su inteligencia, la plaza española que entonces era Nicaragua del ataque de los ingleses, uno más de los muchos que realizó Inglaterra para invadir la América española, entre los cuales, el que ya tuvimos ocasión de glosar en esta misma columna hace unos días cuando hablamos de la excelsa figura de D. Blas de Lezo y su defensa de Cartagena de Indias en 1741 (pinche aquí si desea conocer el tema).
 
            Corre el año 1762. No hace pues ni 21 años del intento inglés de entrar por Cartagena de Indias en el continente americano. España, como consecuencia de los nefastos “Pactos de Familia” que unen a los borbones de ambos lados de los Pirineos, en este caso a Carlos III de España y a Luis XV de Francia, los cuales llevan a nuestro país a la sumisión ante Francia y a la postre, a la pérdida de su condición de gran potencia mundial, se halla en guerra Inglaterra, en el marco de la que se conocerá como Guerra de los Siete Años, entre los años 1757 y 1763. Una guerra que se libra en Europa pero también, y no poco, en América, -algunos la llaman la Primera Guerra Mundial- donde al igual que intentaban en otras posesiones españolas, los ingleses atacan Nicaragua, territorio, por cierto, muy cotizado a causa de su idoneidad para la comunicación interoceánica del Atlántico al Pacífico. Tanta que, aunque poco conocido, existirá en su momento un proyecto alternativo al de Panamá para enlazar ambos océanos mediante un canal a través, precisamente, de Nicaragua.
 
            Para realizar la invasión, el gobernador inglés de Jamaica, William Henry Littleton, prepara un ejército tres mil hombres y más de cincuenta embarcaciones, cuyo cometido es entrar en el país remontando el río San Juan, desaguadero que es del Gran Lago. Precisamente en previsión de operación tal, habían construido los españoles el castillo de la Concepción, en las inmediaciones de la población del mismo nombre. Su jefe es Pedro Herrera, que cuando el ataque se va a producir, se halla en trance de rendir la vida ante el Altísimo, desgracia que ocurre finalmente el 17 de julio de 1762.

            Conocedor de la circunstancia, el comandante inglés no se lo piensa dos veces y se planta ante la fortaleza el día 29, exigiendo su rendición pacífica a cambio de la seguridad de sus defensores. Una pretensión que habría conseguido fácilmente de no ser porque en semejantes circunstancias asume la defensa del fuerte… ¡¡¡una  niña de diecinueve años!!! ¿Qué de quién se trata? Pues ni más ni menos que de Rafaela Herrera, hija del difunto Pedro, única blanca en un fuerte que defienden unos mulatos que no pueden disimular su buena disposición hacia la rendición.
 
 

            Así las cosas, Rafaela se sube al torreón, carga el cañón y rompe fuego contra el campamento enemigo, con tan buena puntería, que al tercer disparo acierta el tiro en la persona del comandante inglés. Enfurecidos, los ingleses inician el asalto al castillo, pero la guarnición, enardecida por el valor de la niña Rafaela, opone ahora una enérgica resistencia. La aguerrida e inteligente Rafaela pergeña entonces una ingeniosa estratagema, y hace empapar sábanas de alcohol sobre ramas secas que desliza por el río hacia el enemigo, el cual, engañado, cree hallarse ante el temido fuego griego. El 3 de agosto, tras cinco días de infructuoso asedio, los ingleses abandonan sus posiciones, dejando varios muertos, heridos y hasta algunas embarcaciones.
 
            Cuando Rafaela en compañía de su madre llega a la ciudad de Granada en Nicaragua, es recibida como la heroína que es. Gloria efímera, pues la vida no tratará a nuestra joven heroína como merece. Casada con Pablo de Mora y madre de cinco hijos, de los cuales dos paralíticos, Rafaela enviuda y hasta conoce el sinsabor de la pobreza, hasta que nada menos que veinte años después de su hazaña, en 1781, el Rey le concede una pensión. En la carta del monarca estas palabras, tardías, pero no por ello menos elogiosas y merecidas:
 
            “Defendisteis el Castillo de la Purísima Concepción de Nicaragua en el Río San Juan, consiguiendo a pesar de las superiores fuerzas del enemigo, hacerle levantar el sitio, y ponerse en vergonzosa fuga, pues superando la debilidad de vuestro sexo, subisteis al caballero de la fortaleza, y disparando la artillería por vuestra mano matasteis con el tercer tiro al comandante inglés en su misma tienda: realzando la acción a la corta edad de diecinueve años que contabais, no tener castellano el Castillo, ni comandante, ni otra guarnición que la de mulatos y negros, que habían resuelto entregarse cobardemente”.
 
            Esta es Rafaela Herrera. Una de las grandes mujeres de la historia, una de las grandes niñas, en realidad, de la historia. Española por más señas, como tantas de las grandes mujeres que el mundo ha dado. ¿Se da Vd. cuenta de lo diferente que habría sido la historia, y particularmente la historia de América, si ese día del año 1762 los arrogantes ingleses no se hubieran topado en su camino con una niña de diecinueve años que acababa de quedarse huérfana? Olvidada de los historiadores, olvidada de los españoles. Nada nuevo bajo el sol. España y los españoles somos así, señora. ¡Qué se le va a hacer!

                Dedicado a mi buen amigo José Luis Ripoll, que me puso en contacto con Rafaela.
 
 
            ©L.A.
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