… prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por le encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades (Papa Francisco)

Ante los problemas, dificultades, inseguridades, etc., etc., ¿quién no ha sentido la tentación o ha soñado con un lugar paradisiaco donde no haya nada de eso que nos preocupa y, en más de una ocasión, nos ha quitado el sueño? Algo parecido debió pensar Pedro cuando dijo, después de la Trasfiguración, aquello de “qué bien se está aquí. Hagamos tres tiendas…”.

Todos los que nos llamamos creyentes y católicos podemos tener la misma tentación. Podemos buscar refugios, invernaderos, ambientes donde nos encontramos muy cómodos. Todos piensan más o menos lo mismo, nos podemos sentar al calor del hogar sin que nadie nos moleste, estamos rodeamos de “los nuestros”. Sin embargo, también podemos crear una falsa seguridad, pensando que hemos construido un castillo bien amurallado donde ningún enemigo puede entrar.

El Papa Francisco, en la Evangelii gaudium, avisa precisamente del peligro que esto conlleva, forjar una espiritualidad oculta e individualista que nos aísle de la realidad o que nos aleje del mundo. Es cierto que lo primero y fundamental, para que la misión tenga sentido y contenido, es la vida de sacramentos, la vida de oración y la formación, en definitiva escuchar al Hijo Amado, es decir, diálogo con la Palabra de Dios y estar en la escuela del Verbo.

Ahora bien, todo esto, que es importante, no puede aislarnos, sino todo lo contrario. Es necesario bajar del monte Tabor para ir al encuentro de la gente, para mostrarles y comunicarles la alegría, la vida y la felicidad que ha cautivado el corazón. Cuando uno ha descubierto y contemplado la belleza del rostro de Cristo, surge espontáneamente el deseo de comunicarlo a los demás.

Aquello que he visto, esa experiencia del encuentro con el Señor la tengo que transmitir, porque sé que los demás también necesitan de Dios y porque el mensaje del Evangelio no es sólo para unos pocos, privilegiados, sino que es para todos.

Posiblemente, el primero que hubiese querido quedarse en el Tabor hubiera sido el mismo Jesús. Sabía lo que suponía bajar. Iba a anunciar a sus discípulos que sería entregado y moriría en la cruz. Pronto llegaría a Jerusalén donde entregaría la vida y culminaría, de esta forma, su obra en el mundo, y así, mediante la entrega de la vida hasta la muerte, Jesús nos enseña como tenemos que ser evangelizadores.

Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad[1]


[1] Francisco, Evangelii gaudium, n. 269.