La oración es la respiración del alma. Y orar es ha­blar con Dios de nuestras cosas que son las suyas. La oración es un diálogo alegre y sosegado. La oración es una tertulia íntima con el Señor. Decía San Agustín que «la oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios».

Tenéis que rezar porque hoy, como siempre, es tiem­po de rezar. Y cuando reces no digas muchas palabras. Deja a Dios hablar. Medita. Contempla. Adora. Pídele perdón. Acércate al Señor y sonríe en su presencia.

Cuando hagas oración dile:

            «Padre nuestro, que estás en los cielos»: enséña­me a ser hijo y hermano.

 

            «Santificado sea tu Nombre», con mi testimonio, con mi fe ciega y con mi apostolado valiente. Con mi santidad. Con la fidelidad a mi vocación.

 

            «Venga a nosotros tu reino» a nuestra vida ordi­naria. Que seas Tú quien gobierne mi vida. Que presi­das Tú mi hogar, mi trabajo, mis amistades, mi en­trega...

 

 

            «Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo», y que no me empeñe yo en salirme siempre con la mía. Haz de mi vida lo que quisieras. Tú mandas.

 

            «El pan nuestro de cada día, dánosle hoy». El pan de la Eucaristía. El pan de la comida. El pan del traba­jo. El pan de la amistad. El pan de una sonrisa opor­tuna...

 

            «Y perdónanos nuestras deudas, así como nos­otros perdonamos a nuestros deudores». Señor, que de verdad vivamos esto que te decimos cada día. Perdóna­nos que no sepamos perdonar. Ayúdanos a comprender y a olvidar.

 

— «Y no nos dejes caer en la tentación, más líbra­nos del mal». Mira, Señor, que somos frágiles. No nos dejes de la mano. No te vayas cuando anochece. Quédate con nosotros.

 

Unidos a Jesucristo tenemos que vivir un ambiente de oración, en donde llamemos muchas veces a Dios Padre.