Son dos historias.

La primera, es la historia de Brenda,
una joven de unos 20 años que sufrió una grave enfermedad que los médicos nunca llegaron a descubrir de qué se trataba. Desde la primera vez que vio a un sacerdote en el hospital, aprovechó para confesarse prácticamente cada vez que la visitábamos. Creo que ha recibido más absoluciones en sus dos meses de enfermedad que durante toda su vida pasada. Varias veces nos prometió que al salir del hospital abandonaría la vida de pecado que estaba llevando hasta el momento en que la enfermedad la sorprendió. La última vez que la vi, ya no podía hablar ni moverse, sin embargo bastó que le dijera al oído que era el padre y que venía a visitarla y a perdonarle sus pecados, para que comenzara a agitar su respiración y fruncir el rostro, dándome a entender que, si bien no podía responderme, sin embargo me escuchaba. Le hablé al oído, la ayudé a hacer un acto de dolor por sus pecados y un acto de amor a Dios, le di la absolución y me despedí. Esa misma tarde, la Madre Rocío SSVM me avisó que Brenda ya estaba en el cielo.



La segunda, es la historia de Francis
. Y aunque esta historia no hable muy bien de él, sin embargo me animo a decir su nombre porque nadie lo conoce. Es más, ni siquiera yo lo conocía. Pertenecía a una de las villas de nuestra parroquia, pero como desde hacía mucho tiempo había abandonado la Iglesia y los sacramentos, sinceramente yo no lo conocía. Sin embargo, sí conocía a su esposa, porque es una mujer devota y practicante. ¿Dónde estaba Francis? También en el hospital, internado justo en la cama al lado de Brenda. Una vez, después de confesar a Brenda, conversamos un rato con él, le ofrecí hacer una confesión y me dijo que no, que la haría «la semana que viene», cuando saliera del hospital. La semana siguiente, Francis ya estaba de vuelta en su casa. El jueves 23 fui a celebrar la Misa a esa villa, y antes de la Misa aproveché a visitar algunos enfermos. Yo no lo vi a él, sin embargo me contó su esposa que, mientras yo caminaba en medio de la villa, ella me vio por la ventana de su casa y le dijo a su marido: «Francis, acá está el padre. La semana pasada prometiste que te confesarías al salir del hospital. Aprovechá ahora». ¿Qué respondió Francis? Nuevamente dijo «Ahora no, la semana que viene». Lo que él no sabía era que no tendría una nueva semana, porque al día siguiente Dios lo llamó. Los dos murieron el mismo día. Ambos tenían un pasado bastante desordenado. Sin embargo, la primera fue fiel a la gracia y aprovechó todos los medios que Dios le había mandado. El segundo, en cambio, respondió «la semana que viene».

El sábado fui a la villa para hacer el funeral de Francis. Su esposa lloraba desconsolada, como es de esperarse. Y cuando me acerqué a saludarla me dijo: «Padre, no lloro porque se haya muerto mi esposo, sino porque no quiso confesarse en el hospital y también porque hace dos días rechazó la confesión». «¿Cuándo?», le pregunté. Y fue ella la que me contó el diálogo que conté más arriba, cuando estando en la casa vieron al padre y él dijo que se confesaría «la semana que viene».

Sencillamente eso. Dos historias. Dos finales. Uno feliz. El otro... rezamos para que también haya sido feliz.


¿Por qué cuento esto? Porque muchas veces la gente, sabiendo que estamos misionando en Papúa Nueva Guinea, nos suele hacer preguntas como «¿Y allá qué comen?», «¿Hace mucho calor?», «¿Tienen luz?», «¿Y los mosquitos?». Y eso, sinceramente, no es lo que a nosotros nos importa, y mucho menos aquello que nos crucifica o nos hace sufrir. Lo que realmente constituye una cruz para nosotros son los Francis que nos cruzamos todos los días, la indiferencia religiosa y el paganismo que reinan en este lugar. Es cierto que rezar, leer y cenar a la luz de una vela no es tan romántico como parece, pero eso no constituye una cruz. También es cierto que muchas veces uno desearía que los mosquitos y los demás bichos e insectos entraran en fase de extinción lo más rápido posible, pero tampoco eso es una cruz. Lo que realmente crucifica y hace sufrir es que la gente no aproveche los medios que Dios les pone a su alcance para salvar el alma. Crucifica saber que, generalmente, cuando alguien se enferma lo primero que hacen es llamar al brujo. Y cuando el brujo resulta inútil, recién ahí entonces llaman al sacerdote. Crucifica saber que la misma gente que consulta este tipo de brujos o adivinos son los mismos que el domingo rezan el Credo y en alta voz dicen «Creo en Dios Padre Todopoderoso». Crucifica celebrar la Misa en las villas y tener que soportar los piedrazos e insultos que la gente de afuera le arroja a la capilla. Crucifica ver que en el funeral de Francis, mientras estábamos enterrando el ataúd, uno de sus sobrinos avisó en alta voz que habían preparado un refresco con mucha cerveza para todos los que habían participado del funeral, y en ese momento alrededor de la mitad de la gente dejó la ceremonia religiosa y fue corriendo a la casa para poder comer y tomar. Crucifica saber que ayer,  al ir a visitar un enfermo se haya dado el siguiente diálogo:

Yo: ¿Fuiste al hospital?

Él: Sí, y me dieron remedios

Yo: ¿Los tomaste?

Él: No

Yo: ¿Por qué no? ¡Tenés que tomar los remedios!

Él: Porque me dijo el glasman (brujo que cura) que no los tome, que lo mío no era una enfermedad sino algún tipo de maleficio que me hicieron.

Yo: Ahhh... así que también llamaste al brujo...

Él: Sí, durante este tiempo estuve haciendo los trabajos de customs (este tipo de brujerías).

Yo: Pero, ¿hace cuánto estás así? Él: Desde hace 8 meses

Yo: ¡8 meses! ¿Y por qué no me llamaste antes?

Él: Porque estuve probando con los distintos customs, a ver si alguno funcionaba.

Yo: ¿Y funcionaron?

Él: No, por eso lo llamé a usted.

En otras palabras, lo que realmente crucifica en Papúa no es lo que soportan los misioneros, sino lo que debe «soportar» Nuestro Señor.
Lo que se le hace a Él es lo que realmente hace sufrir. Nuestros sufrimientos son nada, durarán algunos años más, y, como decía el Cura de Ars, «el sufrir pasa, el haber sufrido no pasará jamás». Y eso consuela y da fuerzas para seguir adelante.

Es sólo una anécdota, que a la gran mayoría de los sacerdotes les habrá sucedido infinidad de veces. Sin embargo, uno no puede dejar de entristecerse mucho por los Francis que hay en todas partes. Del mismo modo, uno no puede dejar de alegrarse y dar gracias por las Brendas que Dios suscita en todos los rincones del mundo. Y por eso uno nunca debe olvidarse que a nosotros únicamente se nos mandó plantar, y que ya llegará el momento en que otro recogerá lo que hemos plantado.


Misioneros en Papúa Nueva Guinea

Institute of the Incarnate Word