El mundo gira muy deprisa. Es una frase muy manida y repetida, pero no por ello deja de ser cierta. Tenemos una vida programada desde la mañana hasta la noche, a veces parece que hasta con un código previamente escrito, estilo “Matrix”. La improvisación, la sorpresa, son una suerte de lujos que no podemos permitirnos. No son productivos. No hay tiempo para ellos. Y sin embargo, suele ser ahí, en el resquebrajarse de la rutina, donde Dios se manifiesta en nuestras vidas.

Seamos francos: a la mayoría no nos gusta que se nos mueva la barca. Querríamos un mar plácido, donde unos suaves golpes de remo nos sirvieran para ir impulsándonos. Y atravesar así desde una orilla hasta la otra sin apenas dejar surcos en el agua, desapercibidos entre otras embarcaciones, lejos de indeseables tormentas, y más aún de rutas inciertas.

Y cuando surgen los problemas, los tediosos contratiempos que vienen a sacarnos de nuestros metódicos golpes de remo, rezamos para tener una solución rápida que trastoque lo menos posible nuestro viaje.

Tanto es así, que con tal de no correr riesgos, nos vamos amoldando a lo que llegue, aunque no nos guste demasiado. Y lo incluimos en la rutina de nuestro viaje, lo asimilamos, diciéndonos a nosotros mismos que podría ser peor, y seguimos hacia delante.

Así resulta que, al cabo del día, uno ve que su pensamiento se centra en cosas tales como si tendría que cambiar algún madero de la barca, en si el viento del día siguiente será favorable o no, o si hay latas de conserva suficientes hasta el próximo puerto en que reponer avituallamiento. Y los sueños giran en torno a conseguir un motor para la barca, lo que haría no tener que volver a dar un golpe de remo en toda la vida; ¡qué maravilla! Y para los más atrevidos, llegar a cambiar un día la barca por un yate de lujo.

De esta forma, se acaba por no pensar en lo verdaderamente importante: el destino del viaje: ¿hacia qué orilla navegamos? Tanto esfuerzo por ser los mejores, por lograr objetivos, por vender, por comprar, por alcanzar, por alzarse, por imponerse, por tener, por estar a la altura…  “niño, tú siempre con la cabeza bien alta”… ¿A qué puerto nos lleva esto?

Bendito sea Dios, si trae un tsunami a nuestra vida que arrase con todo nuestro tenderete. Bendito sea si en una ciclogénesis explosiva hunde la barca en la que habíamos centrado nuestra vida, dándonos un chapuzón que nos despierte la mente y el corazón, sacándonos de nuestros sueños tristes, mundanos y miserables, rompiendo la monotonía de una vida aletargada, sin pena ni gloria, haciéndonos soñar con un horizonte de luz, de belleza, con una vida plena, donde todo gire en torno a Él, aunque sea a costa de cruzar el alambre sin red, sin una colchoneta que bajo nuestros pies esté bien mullidita de billetes, sino con su mano sosteniéndonos con fuerza.

Gracias Señor por cada circunstancia que nos mueve la barca y la vida; gracias aunque no nos guste, gracias aunque nos incomode. Gracias porque hace que la sal no se haga sosa, que tu luz no se esconda ni apague.

Los marineros valientes y osados, que se jugaron la vida, descubrieron los horizontes de nuevos mundos para la humanidad. Haznos Dios marineros intrépidos, sin miedo, para que traigamos a los hombres la esperanza de una nueva existencia.