Sabemos que fue Cristo al Jordán no porque tuviera necesidad del bautismo ni de que sobre él viniera el Espíritu en forma de paloma, como tampoco se dignó nacer y ser santificado porque lo necesitara, sino por amor del género humano (San Justino)

En cierto ocasión, alguien, no recuerdo bien quien, me preguntó porqué Dios se complica tanto la vida. Me decía aquella persona que lo podía haber hecho todo mucho más fácil. Nos podía haber salvado simplemente con desearlo. Sin embargo, quiere que su Hijo se encarne, viva entre los hombres y sufra la pasión y una muerte terrible.

La verdad es que si uno lo piensa despacio no puede, por menos, que darle la razón. Dios se complica la vida y ha querido que fuera así. Sólo podemos entender la vida de Cristo si la vemos como la mayor manifestación de amor de Dios a favor de los hombres. Todos los misterios de la vida del Señor son en provecho nuestro. Y sólo desde aquí podemos entender adecuadamente el bautismo de Jesús en el Jordán.

Con frecuencia pensamos que el bautismo de Jesús es un bautismo ejemplar o simbólico. El Señor se habría bautizado para inaugurar el sacramento del bautismo y por él, el agua recibe una virtud purificadora. A mí esta explicación no me convence.

Aquí el Espíritu Santo tiene un papel fundamental que no lo podemos separar de la vida de Jesús. A partir de este momento es el Espíritu quien guía los pasos del Señor. Es Él quien lo empuja al desierto para ser tentado, justo después del bautismo. Después, regresa a Galilea por la fuerza del Espíritu y se presenta en la sinagoga de Nazaret como el Siervo de Dios ungido por el Espíritu. Expulsa a los demonios con el poder del Espíritu y, de esta forma, pone de manifiesto la llegada del Reino de Dios.

El Espíritu Santo no es un añadido en la vida del Señor. Tampoco es un adorno que se coloca para salir en los cuadros del bautismo. Jesús es el Cristo, el Mesías, porque es el ungido por el Espíritu.

Dios nos podía haber salvado de muchas formas. Nos podía haber hecho santos simplemente por un deseo de su voluntad, pero ha querido hacerlo de una manera concreta. También nosotros hemos sido ungidos, para que sea el mismo Espíritu, que guió la vida pública de Jesús, quien nos haga progresar hasta llegar a la plenitud de la vida en Cristo.

El Espíritu Santo había prometido por medio de los profetas que en los últimos días se derramaría sobre sus siervos y sus siervas, para que profetizaran. Por esto Él descendió sobre el Hijo de Dios, que se hizo hijo del hombre, acostumbrándose juntamente con Él a permanecer en el género humano a descansar en medio de los hombres y a morar entre aquellos que han sido creado por Dios, poniendo por obra en ellos la voluntad del Padre y renovándolos de forma que se transformen de hombre viejo en la novedad de Cristo[1].



[1] Ireneo de Lión, Adversus haereses III, 17, 1.