“Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre’” (Jn 20, 30-31)

 

San Juan termina su Evangelio recordando a sus lectores el motivo por el cual lo escribió: ofrecer a los que se interesaban por la nueva doctrina lo esencial del ejemplo y del mensaje de Jesucristo. Y también ofrecer el resultado de la aplicación a la vida personal de ese mensaje. Para Juan, no se trata sólo de estar en contacto con la verdad, sino de demostrar que sólo la verdad -que es Cristo- nos hace libres y produce en el ser humano una auténtica vida digna de ese nombre.

Si Cristo es el camino y es la verdad, también es la vida. Más aún, sólo es la vida porque es el camino y la verdad. O lo que es lo mismo: sólo podremos tener vida, y vida en abundancia, si estamos unidos a Cristo, si imitamos a Cristo. Y la vida a que se refiere Juan es sinónimo de felicidad -no de ausencia de problemas-, sinónimo de plenitud humana y también sinónimo de eternidad cuando la muerte nos alcance. Pero él pone una condición para obtener esa vida: creer en Cristo. La fe y la práctica de la moral que va ligada a esa fe, son condiciones indispensables para disfrutar de la vida que Cristo otorga.

Pero si todo esto vale para cada uno, hoy -como en tiempos de San Juan- es urgente ser testigos de ello ante los hombres. Todos aspiran a la felicidad, pero no la encuentran porque la buscan en caminos equivocados. Nosotros debemos demostrarles, con nuestro ejemplo, que somos felices y que cualquiera puede serlo simplemente por estar unidos a Cristo. El dolor, la cruz y la misericordia que tengamos con el prójimo se convierten así en instrumentos testimoniales, cuando somos capaces de sonreír a pesar de ellos, gracias a la fuerza de Dios.