Un lector, Ostraspedrín, me pide que le aclare el motivo por el que considero que el catolicismo se beneficia del silencio del laicismo respecto a Francisco, a quien no obsequia con el tradicional surtido de estereotipos que ha regalado a los Pontífices precedentes. Le agradezco el comentario y le contesto: considero bueno el silencio porque no es una consecuencia de la afinidad, sino de la impotencia.
El laicismo es incapaz de sobrevivir fuera del lugar común. Necesita un Papa emperador por una cuestión de supervivencia: la falta de enemigo reconocible le debilita. El laicismo prefiere enfrentarse a un boxeador curtido, buen fajador, pero de puño lento. Lo último que quiere es tener enfrente a José Legrá vestido de blanco, a un hombre del pueblo con velocidad de colibrí y mano de santo.
Al no quedarse quieto, Francisco neutraliza el ataque antes de que ocurra, de modo que desactiva el discurso anticlerical clásico, ese que refleja a El Vaticano como una versión rica de Dallas subtitulada en latín. A ver con qué argumento los botines lustrosos le reprochan al viejo zapato marrón la humildad del paso.