Hoy 7 de diciembre es la festividad de San Ambrosio de Milán, un personaje histórico que más allá de su condición de santo, milita por derecho propio entre los forjadores de Europa, entre los grandes responsables de que nuestra historia sea como es y no de otra manera.

           Ambrosio nace en el año 340, si bien no está claro si lo hace en Tréveris, en Arles o en Lyon, en una familia romana cristiana que contaba ya con mártires entre sus miembros. Su padre, Ambrosio como él, era prefecto en la Galia. El menor de tres hijos, son sus hermanos Sátiro y Marcelina, que recibe el velo de las vírgenes de manos del Papa Liberio (352-366).
 
            A la muerte de su padre, cuando Ambrosio tiene catorce años, la familia vuelve a Roma y allí profundiza en el estudio del derecho. Ancius Probuslo lo nombrará gobernador consular de Liguria y Emilia, con residencia en Milán, ciudad en la que cuando el obispo arriano Auxencio muere en 374, Ambrosio es elegido su sucesor por aclamación. Se da la circunstancia de que Ambrosio era catecúmeno, es decir, que aunque se formaba para ser bautizado, todavía no lo estaba –el bautismo de infantes no era aún la regla general-, y en consecuencia, no era elegible para el episcopado. Pero ante la confirmación del nombramiento por el Emperador Valentiniano, Ambrosio recibe el sacramento que le inicia en la Iglesia (pinche aquí si desea conocer como se impartía el bautismo en los tiempos de San Ambrosio) y ocho días después, el 7 de diciembre, día en que celebramos su fiesta, es consagrado obispo.
 
            A partir de ese momento lleva a cabo una vida muy austera. Se despoja de todos sus bienes terrenales, come frugalmente, gana gran reputación como predicador, y sus sermones, pronunciados sin guión previo, son escuchados por multitudes.
 
            Como obispo, a Ambrosio toca enfrentar tres grandes procesos: por un lado, dentro de la propia Iglesia, la formulación del dogma y la lucha contra las herejías, que no son pocas: el novacianismo, contra el que escribe “Sobre la penitencia”; el macedonismo; o Joviniano, a quien condena en el sínodo de obispos que convoca en 390. Pero por encima de todas, el arrianismo que, como se sabe, cerca estuvo de convertirse en la fórmula prevaleciente del cristianismo y dominó la corte de muchos de los emperadores con los que Ambrosio hubo de convivir, así Justina, así Valentiniano II, aunque también, gracias precisamente a su influencia, también convivió con otros clasificables como católicos (), así Graciano, así Teodosio.
 
            Por otro lado, la lucha contra el paganismo y la definitiva cristianización del Imperio, algo para lo que va a contar con la inestimable colaboración de un español, el Emperador Teodosio, que es, más aún que Constantino, el verdadero cristianizador de la vida romana. Ambrosio ataca de plano los centros en los que se hace fuerte el paganismo: en 384 consigue la retirada de la Estatua de la Victoria del Senado; en 393 obtiene de Teodosio la prohibición de los Juegos Olímpicos.
  

           Y en tercer lugar, se implica de lleno en el proceso que domina la época, la lucha por la primacía entre el poder temporal y el poder religioso que, gracias en buena medida a su labor, se inclina hacia éste último. En el 382 consigue que el Emperador Graciano deje de utilizar el título Pontifex Maximus, que pasará a la Iglesia. Pero el momento estelar en esta batalla viene marcado por la excomunión que impone a su por otro lado amigo, el mismísimo Emperador Teodosio, a causa de la represión sobre los ciudadanos de Tesalónica -algunas fuentes hablan de siete mil muertos- por destruir una sinagoga, la cual no le levantará hasta que el emperador haga pública penitencia de su pecado. Un proceso éste de superposición del poder religioso sobre el poder civil que puede parecer escandaloso mirado con los ojos contemporáneos, pero que tuvo su sentido en un Imperio que procedía a su definitiva cristianización y que no dejará de tener muy positivas consecuencias para el mismo y para la civilización grecorromana, como por ejemplo, cuando ante las invasiones barbáricas del s. V, toda la resistencia romana se despliegue desde el papado, ante la descomposición del poder imperial.
 
            Ambrosio deja escrita una amplia obra exegética, si bien la mayor parte de ella son homilías y comentarios orales llevados a escrito por sus oyentes. Así, nos han llegado una serie de comentarios al Antiguo Testamento, un “Comentario sobre San Lucas” (“Expositio in Lucam”) que seguramente acompañó a un comentario sobre cada uno de los evangelistas, y un llamado “Ambrosiater”, comentario sobre trece epístolas de San Pablo, que sin embargo, parece ser un apócrifo.

            Entre las de tipo moral destaca “De officiis ministrorum” inspirada en Cicerón, y “Sobre las vírgenes” para su hermana Marcelina, virgen ella misma como ya se ha dicho. Sobre los sacramentos escribe “De mysteriis”. Son famosos sus discursos como “De excessu fratris sui Satyri” (378) a la muerte de su hermano Sátiro, sus discursos funerario sobre Valentiniano II (392) y sobre Teodosio el Grande (395), o su “Discurso contra el intruso arriano, Auxencio” (“Contra Auxentium de basilicis tradendis”), al que como hemos dicho arriba, sucedió en la sede episcopal milanense. Junto a todo ello, los llamados “Dieciocho himnos ambrosianos”, y aunque su autoría ambrosiana ha sido puesta en entredicho, al Obispo de Milán se le atribuye la creación del género de la himnología.

            La primera edición de los trabajos de Ambrosio saldrá de la imprenta de Froben en Basilea, en 1527, bajo la supervisión de Erasmo de Rotterdam. En 1580, el Cardenal Montalto, futuro Sixto V, realiza una nueva edición más completa.
 

            Ambrosio tendrá una relación muy cercana con los grandes personajes de su época. De hecho, es él quien bautiza a San Agustín. Con el Emperador Teodosio (pinche aquí para conocerlo todo sobre este gran español, santo de la Iglesia ortodoxa) su relación es tan próxima que se halla junto a él en su lecho de muerte. Poco tiempo le sobrevivió, pues dos años después, el viernes santo del 4 de abril de 397, fallecía a la edad de 57 años. Se cuenta que las horas previas a su muerte las pasó con los brazos extendidos como crucificado, y que, de hecho, se le apareció Jesús. Será enterrado en su basílica, al lado de los santos mártires Gervasio y Protasio, cuyas reliquias había descubierto él. En el año 835 las reliquias de los tres santos son colocadas por uno de sus sucesores, Angilberto, en un sarcófago bajo el altar, donde son descubiertas en 1864.


            San Ambrosio fue un hombre respetadísimo en la Iglesia de su tiempo, tanto como el propio Papa tal vez. Su “Vida” será escrita al poco de su muerte por su secretario, Paulino, a sugerencia de San Agustín. Más adelante le dedica también una biografía el importante historiador de la Iglesia, Baronio. De él dice San Agustín que “era una de esas personas que dice la verdad, la dice bien, juiciosamente, agudamente, y con belleza y fuerza de expresión” (De doct. christ., 4, 21). Junto a San Agustín, San Jerónimo y San Gregorio forma parte del cuarteto de primeros doctores de la Iglesia nombrados por el Papa Bonifacio VIII (1294-1303), y junto con San Agustín, San Juan Crisóstomo y San Atanasio, sostiene la Cátedra del Príncipe de los Apóstoles en la tribuna de San Pedro, en Roma.
 
 
            ©L.A.
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