Ser bloguero, implica entrar en contacto con personas de varias partes del mundo. En lo personal, valoro mucho cuando alguien se toma el tiempo para enviarme un correo o dejar algún comentario en el blog. He tenido muy buenas experiencias intercambiando opiniones; sin embargo, no han faltado lectores o comentaristas que francamente asustan por la manera que tienen de expresarse y/o entender la fe. Me refiero a los que -en palabras del Papa Francisco- viven “un luto permanente”, como si el cristianismo fuera un estilo de vida para amargados o aguafiestas. Asusta y, al mismo tiempo, interpela, pensar que detrás del monitor hay una persona que está deseando la llegada del fin del mundo y no precisamente para ver a Dios, sino como una proyección de la desilusión con la que vive. Yo creo en lo que cree la Iglesia; es decir, no soy un relativista; sin embargo, pienso que la solución nunca será emplear un lenguaje intimidante, lleno de ideas e imágenes que no tienen nada que ver con la dimensión escatológica del Evangelio.

En este sentido, conviene citar un discurso del Papa Juan XXIII que habla acerca de los “cristianos” que buscan oscurecer la alegría de la fe: «Llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina […] Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia[1]»

Propongo que mejor leamos la primera exhortación apostólica del Papa Francisco que lleva por título “Evangelii Gaudium”[2], pues -entre otros temas- ofrece claves o respuestas ante el pesimismo que le cierra las puertas a Dios. Vale la pena aprovechar el texto desde la oración.



[1] Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 octubre 1962), 4, 2-4: AAS 54 (1962), 789.

[2] En español: La alegría del evangelio.