Hace unos días estuve visitando los restos del recinto amurallado de Calatrava la Vieja.  El guía, un buen amigo mío, contaba con voz vibrante la historia del nacimiento de la Orden militar de Calatrava. La verdad es que todo podría haber quedado en el relato de unos episodios épicos, si no fuera porque de por medio estaban la santidad y el talento de San Raimundo de Fitero.


No sólo era un hombre muy espiritual (dicen las crónicas que resultaba tan atractiva su predicación que a Calatrava le siguieron miles de personas) sino que, dotado de talento, supo dar forma a su idea creando un entorno donde miles de cristianos pudieron amar a Dios y construir una muestra de sociedad cristiana. 

Recapacitando sobre estos hechos, recordaba algo que no se suele escuchar: que si a la santidad se le une el talento ese santo, esa santa, es imparable.

 

Pongamos el ejemplo de un santo seglar: San Fernando, rey de Castilla y de León, que unía en su persona un inmenso amor a Dios y grandes dosis de inteligencia. Sólo durante su reinado se hizo más por la recuperación de la Península Ibérica para el Cristianismo que durante toda la Edad Media… Gesta sólo igualada por otra reina que, ¡oh casualidad!, también es santa (no oficialmente aún, aunque eso deseamos) ¡y con talento!: Isabel I de Castilla.


Athos