Estando en Roma, en el cuartel general de don Gabriele Amorth, exorcista oficial del Vaticano, irrumpió en la sala de exorcismos una joven rubia de unos 30 años de edad. Eran alrededor de las 17 horas del 25 de octubre de 2011.
 
Acabábamos de concluir la entrevista para el libro Así se vence al demonio y el padre Amorth, de 86 años entonces, se retiró a descansar. Mientras recogían el equipo de filmación en el interior de la sede de la Sociedad San Pablo llegó, como digo, aquella joven. Era una mujer en apariencia normal, que enseguida preguntó por don Gabriele Amorth porque necesitaba que la volviese a exorcizar.

Al oír aquello, una de las personas que habían asistido a la entrevista, excitada por la maldita curiosidad, proclamó sin rubor que deseaba presenciar también el exorcismo. Lo dijo con parecido entusiasmo al de un niño que invitan al circo o a ver una película de Disney. Sin que tuviese tiempo de aplacar su morbosa expectación, la propia afectada le paró los pies:

-Mire usted, esto no es un juego. Si entro en trance, le aconsejo que esté lo más lejos posible de aquí. Y eso por no hablar de los efectos colaterales que podrían perjudicarle…” –le previno en italiano.

Nunca me cansaré de advertir que asistir a un exorcismo, si no se está en gracia de Dios y no se es un alma de probada oración, puede acarrear muy graves consecuencias. Conozco, por desgracia, a varias personas que han estado presentes en alguno por morbo o curiosidad, y que luego ha presumido de ello ante sus amigos e incluso en algún medio de comunicación. ¡Ojo con los exorcismos!     

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