¿Qué ofrecemos a Dios nosotros? ¿Damos a Dios lo que nos sobra? ¿Lo que damos lo hacemos ante la multitud para que nos reverencien? Dios espera que le ofrezcamos todo, toda nuestra vida, todo nuestro empeño y nuestro futuro. De esta forma, la Gracia puede transformarnos de forma radical.

Si alguien se pregunta a qué precio, he ahí la respuesta: No tiene necesidad de moneda terrestre aquel que ofrece un Reino en los cielos. Nadie puede dar a Dios lo que ya le pertenece, porque todo lo que existe es suyo. Y, sin embargo, Dios no da una cosa tan grande si no se pone algún precio por ella: él no la da a aquel que no la aprecia. En efecto, nadie da algo que le es querido a alguien que no lo aprecia. Entonces, si Dios no tiene necesidad de tus bienes, no debe tampoco darte una cosa tan grande si tú no te dignas amarla: él no te reclama otra cosa más que amor, sin el cual nada se ve obligado a dar. Ama, pues, y recibirás el Reino. Ama y lo poseerás... Ama, pues, a Dios más que a ti mismo, y tú empezarás a tener ya eso que quieres poseer perfectamente en el cielo. (San Anselmo. Carta 112 a Hugo, el recluso)

Igual que a los obreros de la Hora Undécima, a Dios no le importa el momento sino dejar que nuestra voluntad se una a su Voluntad. Dios sabe que solamente si hacemos su Voluntad, dejaremos que la Gracia nos transforme. Dios nos ama y por eso desea nuestro bien. Nuestro mayor bien es volver de nuevo a escucharle y vivir con Él. Igual que sucedía en el Paraíso, donde Adán y Eva podían hablar con Dios y Dios con ellos, de forma directa.

¿Ofrecemos todo a Dios? Normalmente ofrecemos lo que nos parece prescindible. Lo importante, lo que creemos que nos hace mejores o superiores, lo guardamos con avaricia para nosotros. Recordemos que debemos amar al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, y con toda nuestra alma, y con toda nuestra mente. Debemos amar a Dios por encima del amor que nos profesamos a nosotros mismos. Tristemente, rara vez somos conscientes que sólo sí perdemos la vida por Cristo, la encontraremos (Mt 10,37-42) Sólo si vendemos todo lo que tenemos, podremos comprar el terreno donde está escondido el tesoro (Mt 13, 44).