En el Padre Pío de Pietrelcina, como en los grandes místicos, hay vivencias religiosas que asustan y que son inalcanzables para el “cristiano de a pie”. En cambio, son plenamente imitables las que componen su “Vida Devota”.

7. La devoción a la Virgen María del Padre Pío de Pietrelcina.

El Padre Pío tuvo, desde la infancia, una particular devoción a la santísima Virgen, venerada en Pietrelcina bajo el título de «Madonna della Libera».
Recurría a ella para obtener favores espirituales y materiales y para rechazar las insidias del demonio.
Y aunque no consta que el Padre Pío hubiese predicado, se han encontrado, entre sus escritos autógrafos, dos breves discursos preparados por él. Uno de ellos está dedicado a la Asunción de María Santísima, acontecimiento grandioso que nos evoca «el día de mayor triunfo y de gloria» de la Virgen.
En él, entre otras cosas, leemos:
«Después de la ascensión de Jesucristo al cielo, María ardía continuamente en el más vivo deseo de reunirse con él. Y ¡oh! los encendidos suspiros, los piadosos gemidos que le dirigía de continuo para que la atrajera hacia él. En ausencia de su divino Hijo, le parecía encontrarse en el más duro destierro. Aquellos años en los que tuvo que estar separada de él, fueron para ella el más lento y doloroso martirio, martirio de amor que la consumía lentamente.
Y he aquí, al fin, que llega el momento suspirado, y María escucha la voz de su querido que la llama a allá arriba: “Ven, querida de mi corazón, ha terminado el tiempo de gemir en la tierra; ven, esposa, a recibir del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo la corona que te está preparada en el cielo”» (Ep IV, 1087).
Después, el Padre Pío, con acentos que revelan su ferviente devoción mariana, describe el momento en el que «el alma bienaventurada de María, como paloma a la que se corta los lazos, se separó de su cuerpo y voló al seno de su querido. Pero Jesús, que reinaba en el cielo con la humanidad santísima que había tomado de las entrañas de la Virgen, quiso que también su madre, no sólo con el alma sino también con el cuerpo, se reuniese con él y compartiese plenamente su gloria. Aquel cuerpo que, ni por un solo instante, había sido esclavo del demonio y del pecado, no debía serlo tampoco de la corrupción» (Ep IV, 1089).
En relación al venerado Padre, María tenía atenciones maternales que rayaban en la delicadeza suma. Cada día le acompañaba al altar en el que debía celebrar los divinos misterios.
El Padre Pío se sentía «unido al Hijo por medio de la Madre». Habría querido tener una voz tan fuerte como para invitar a los pecadores de todo el mundo a amar a la Virgen.
En presencia de la Virgen María, sentía un fuego misterioso en un lado del corazón, tal que necesitaba aplicar encima un trozo de hielo.
La tierna, intensa y filial piedad mariana del Padre Pío no era fruto de un pasajero sentimentalismo; tenía su origen en el culto que la Iglesia reserva a la Madre de Dios. Veía en la Virgen el camino más seguro para llegar a Cristo, y por este camino guiaba las almas de sus penitentes.
Cuando hablaba de ella, no conseguía contener la emoción. Recitaba de continuo, día y noche, el santo rosario y quería que todos expresasen su devoción mariana con este plegaria evangélica.
Había recalcado, entre otros elementos esenciales del rosario, la contemplación. Decía: «La atención debe ponerse en el Ave, el saludo que se dirige a la Virgen en el misterio que se contempla. Ella estaba presente en todos los misterios; en todos tomó parte con amor y con dolor».
A sus hijos espirituales que le preguntaban qué es lo que tendrían que recibir de él como herencia, les dijo: «Os dejo el rosario. Amad a la Virgen y hacedla amar, rezad siempre su rosario y rezadlo bien. Satanás quiere destruir esta oración pero ¡no lo conseguirá jamás!».
 
(Autor: Padre Gerardo Di Flumeri; traducción del italiano: Hno. Elías Cabodevilla)